"PETITO" EL SACRISTAN


AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.



Las tareas agrícolas que a principios del siglo XX se daban en las haciendas “La Polvareda”, “La Chira”, “Santa Ana”, “Pucusulá”, “San José”, “Buenaventura” y “Santa Rita”, del distrito de La Huaca, atraían a mucha gente a este lugar. Llegaban por ferrocarril en grupos llamados “contratas”, procedentes de La Unión, La Arena, Catacaos y otros pueblos del Bajo Piura. Llamaba la atención ver llegar a grupos de hombres cargando sus herramientas, ollas, sábanas y colchas, seguidos de sus mujeres y de sus hijos para, luego de solicitar trabajo, instalarse en las “colcas” donde pasaban una temporada dedicados a las faenas agrarias, mientras sus mujeres se ocupaban en prepararles sus comidas, y los churres vagabundeaban por el campo recolectando fruta o cazando avecillas. Hubo mucha gente que, cautivada por la fertilidad del valle y ante la demanda de trabajo, se afincaron en el pueblo y diseminaron sus apellidos, Macalupú, Yovera, Ipanaqué, Chero, Sernaqué, Timaná, Chiroque, etc., los que perduran hasta hoy.

Siguiendo a una de estas “contratas” vino una mujer halando a un niño de unos diez años. Se llamaba Julia y buscaba trabajo, pero le fue negado por su condición de mujer, teniendo que “acomedirse” a cocinar y lavar ropa para ganarse un plato de comida que compartía con su hijo. Cuando la “contrata” terminó, todos alistaron sus cosas para el retorno pero ella se apartó, buscó y encontró trabajo en una casa donde la ocuparon en el cuidado de unos perros y como compañía de una demente.

“Petito”, que así se llamaba su hijo, sufría al ver el trato que se le daba a su madre, maltrato que la llevó a enfermarse. A pesar de su corta edad, una mañana, abordó al capataz de una hacienda y casi llorando le pidió que le diera trabajo para ayudar a su madre. El capataz lo miró profundamente como leyéndole el alma, y después de un carraspeo lo invitó a seguirle hasta unos corrales donde correteaban unas cabras con sus crías.

-Mira muchacho, te encargarás de dar algarroba y hierba a estos animales. Todos los días a las dos de la tarde, los soltarás, y ellos solos llegarán hasta la acequia donde beberán agua, luego los regresarás, y a las seis de la tarde empuñarás a todos los chivitos y los meterás en aquel corral para que, durante la noche, no le mamen a las madres- ordenó el moreno capataz-.

De esta manera “Petito” ingresó al mundo laboral, realizando sus trabajos en forma responsable por lo que en poco tiempo se ganó la confianza de sus patrones, los que día a día le iban encomendando nuevas tareas.
A pesar de lo duro de las faenas, el muchacho se daba tiempo para acudir, por las noches, a la iglesia y junto a otros muchachos integrar el coro de la parroquia donde era bien visto por el cura Misael que le fue tomando cariño por su comportamiento y por su voz dulce y delicada. Poco a poco las cosas de la iglesia lo fueron ganando, sobre todo las pláticas que tenía con el sacerdote, las que le dejaban muchas enseñanzas de la vida. Habiéndose ganado la confianza del cura, con mucha pena, le confesó que no sabía leer ni escribir y que le gustaría aprender. El sacerdote se ofreció a enseñarle y, con el interés que tenía “Petito”, en poco tiempo se benefició con este importante conocimiento, y en gratitud se quedó con él oficiando de sacristán y campanero, ganándose el aprecio de los feligreses; y el sacerdote puso bajo su control una chacra que un moribundo donara, bajo testamento, a la iglesia del pueblo.

La adolescencia presentaba a “Petito” como un muchacho trigueño, delgado, de facciones finas, de ojos negros y de nariz perfilada. Su delgadez se acentuaba por el uso de unos pantalones y camisa demasiado anchos que lo hacían ver un tanto desgarbado.

Con los conocimientos que tenía “Petito” sobre las labores agrarias y la crianza de ganado, pronto puso a producir la chacra generándole ingresos que compartía con la iglesia y utilizaba para, con sus propias manos, construirle una casa para su madre y hacerla atender de su enfermedad. Día a día el muchacho se metía al pueblo en su corazón y aprendió a quererlo como si fuese suyo, y supo repartir su tiempo entre la iglesia atendiendo misas, rezos y procesiones, y el campo, cuidando la chacra y la granja en donde daba trabajo no sólo a hombres sino a mujeres que necesitaban de algún ingreso para cubrir sus necesidades.

El caminar del tiempo convirtió a “Petito” en un personaje infaltable en la vida de la parroquia y del pueblo. Así como trataba con delicadeza a los ornamentos y vestimentas sagrados y contestaba la misa en un bien aprendido latín, sabía ser rudo en las faenas agrícolas, no rehuyendo al uso del arado, la lampa o el hacha cuando se trataba de cumplir con una meta. A punta de mirar siempre hacia delante fue dando a su madre bienestar y orgullo, la que le pagaba prodigándole mucho amor y ternura.

Pudiendo mejorar su aspecto personal, jamás “Petito” se dejó arrastrar por las modas sino que conservó aquella simple manera de vestir, la que sumada al trato afable que tenía con la gente, lo hacía muy singular. A pesar de que ya había pasado los veinte años de edad, su rostro y su cuerpo le daban una apariencia juvenil y su sonrisa, sus ademanes y su fina voz le regalaban un aire angelical; pero detrás de aquella fachada se escondía una persona decidida, dinámica, inteligente, valiente y de gran coraje.

Esto último lo puso de manifiesto una tarde que salió a pasear con unos amigos que siempre le estaban haciendo bromas y fanfarroneando, entre otras cosas, de ser muy “machos” y trompeadores. Entre risas y sarcasmos llegaron al río y al instante los amigos de “Petito” se arrojaron a las turbias y vertiginosas aguas exigiendo que éste los siguiera, sin obtener respuesta. Ante tal negativa, los amigos trataron a “Petito” de “gallina”, correlón, cobarde y otros adjetivos.

De pronto, de entre la gran cantidad de personas que se congregaban a orillas del río para proveerse de agua o para bañarse, fue arrastrado por la corriente un muchacho. Los amigos de “Petito” sólo atinaron a mirarse nerviosos y la gente se llenó de pánico y desesperación.

En cuestión de segundos “Petito” se arrojó a las aguas, con todo y ropa, y en un instante estuvo frente al muchacho que trataba de abrazarlo desesperadamente lo que impedía su rescate. En ese forcejeo, ambos fueron arrastrados por la corriente, mientras las palizadas les destruían sus ropas. Al fin, “Petito” pudo tomarlo por los cabellos y arrastrarlo con mucho esfuerzo hacía la orilla hasta donde llegaron exhaustos y con los cuerpos lacerados, mientras la gente corría río abajo temiendo lo peor, hasta que los encontraron tendidos de cara al cielo, con signos de vida pero maltrechos. Las ropas empapadas y hecha jirones dejaron al descubierto el cuerpo de “Petito”. Todos lo miraban absortos, llenos de asombro, queriendo encontrar una explicación a lo que estaban viendo: el cuerpo de “Petito” era el de una mujer.

Al recobrar el cabal conocimiento, “Petito” se sonrojó y la vergüenza le hizo cerrar los ojos y cubrirse el pecho con sus brazos. Alguien le alcanzó una manta y cubrió su semidesnudez, se puso de pie muy lentamente y sus pasos se enrumbaron hacia su casa seguido, en silencio, por la multitud. Ya en su casa, su madre, doña Julia, al darse cuenta de que su secreto se había descubierto explicó que había consentido en la actitud de su hija en vista de que los hombres tenían más facilidades que las mujeres para conseguir trabajo, para estudiar, o para abrirse paso en la vida.

Los presentes se conmovieron ante las palabras de la madre y unos sonoros aplausos se dejaron sentir en aquella tarde y las felicitaciones a la muchacha no se hicieron esperar por el acto heroico que había realizado.

La noticia de aquel hecho inundó el pueblo. Todos querían ver a este personaje para comprobar lo que se comentaba, ya que era muy difícil de creer.

Acostumbrada a hacer frente a todas las dificultades que le había puesto la vida, al día siguiente “Petito” dio la cara a su nueva realidad, y lo hizo vestida como lo que era: una mujer. Vestida así, presentaba una natural belleza y el rubor al presentarse ante la gente, que la miraba con curiosidad y asombro, le daban un aspecto de muchacha inocente.

Su nueva situación le hizo dejar las labores de sacristán y campanero, aunque el cura le permitió seguir en la administración de la chacra y de la granja, mientras que la gente le manifestaba una gran simpatía, respeto y admiración, y por lo bajo comentaban un tanto jocosamente con aquella generalizada expresión: Ya me parecía un tanto femenino o amanerado. Con razón, si era mujer.

Poco tiempo después, el amor tocó a su corazón y se unió en matrimonio a un buen hombre del pueblo y juntos formaron una familia respetable, con hijos a los que educaron con equidad, justicia y en la práctica de los valores humanos.

A pesar de la probada e innegable feminidad de “Petito”, la gente al referirse a ella lo hacía llamándole siempre “Petito”, el sacristán.

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