Morir de Pena


AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.




La hemiplejía que sufrió don Eudolio Sevedón tras la muerte de su esposa, lo hizo dependiente de otras personas. Uno de sus hijos lo llevó a su casa y junto a su esposa y sus hijos se encargaron de atenderlo. A pesar de sus setenta años pudo salir del estado depresivo en el que lo sumió la enfermedad y que, al principio, lo llevó a querer morirse. No concebía una vida atada a una cama o a un espacio limitado por cuatro paredes, pero el cariño y aliento dados por sus hijos y por sus nietos lo hicieron aferrarse a la esperanza de recuperar su salud. Entendió que este mal lo acompañaría hasta el día de su muerte, pero se supo acomodar a su realidad y adaptarse a su nueva vida.

Desde muy temprano, cada día, su hijo le ayudaba a asearse y lo llevaba hasta el comedor donde desayunaba y ahí permanecía entretenido en la lectura hasta la hora del almuerzo. Toda la tarde la pasaba en la sala hasta que, llegada la noche, era trasladado a su dormitorio donde con el preámbulo de sus pensamientos le llegaba el sueño. Aquella rutina hubiese acabado con la calma de cualquier persona, pero don Eudolio supo hacer de cada día una historia diferente.

A partir de las dos de la tarde don Eudolio era instalado en una mullida butaca en el centro de la sala, mirando hacia la puerta de la calle. Desde ahí veía cómo los rayos del sol se iban metiendo a la casa hasta que, alrededor de las cinco, llegaban hasta él calentando su semiparalizado cuerpo. Ese era el momento que más le agradaba porque sentía que este rojo sol le daba vida y le alegraba el corazón. Por eso, su hijo y sus nietos, que conocían aquello, procuraban tener las puertas abiertas de par en par.

Desde aquel rincón, don Eudolio veía pasar los días y soltaba sus pensamientos hacia lejanos tiempos, recuerdos que se reflejaban en su rostro mediante una sonrisa o un gesto de tristeza para luego trazar, con la mano que le había quedado útil, conmovedores versos sobre un cuadernillo que siempre tenía consigo.

El paisaje enmarcado por la puerta siempre abierta de aquella sala donde permanecía don Eudolio, estaba lleno de vida, de color y de movimiento. Ganados y pastores que bajaban hasta el río levantando polvareda y que se iban achicando hasta casi diluirse cuando llegaban al río que se veía correr como una dorada serpiente entre árboles y matorrales. El horizonte celeste, gris o carmesí -según la época - cruzado por aves en lento vuelo, era como el telón de fondo de aquel escenario que vivificaba a don Eudolio y lo dejaba con las ganas de llegar a un nuevo día para seguir admirando a la naturaleza. Habían momentos en que del paisaje se ausentaba el hombre, los pájaros y todo ser viviente, pero el panorama seguía dinámico por acción de la brisa que hacía mover graciosamente los sauces, chilcos y algarrobos en una danza interminable.

Los años que don Eudolio llevaba viviendo de cara a este paisaje no le cansaban porque cada día había algo nuevo en aquel bastidor natural lleno de vida y de color. No recordaba haber visto una puesta de sol igual a otra; todas eran diferentes porque cada día el sol se combinaba con las nubes, con las copas de los árboles y con el río, para regalar una hermosa policromía que eran los epílogos de cada día.
La pequeña pensión que don Eudolio recibía del Estado le cubría sus necesidades médicas y también para ser obsequioso con sus nietos que frecuentemente lo visitaban llenándolo de alegría con sus juegos, lo que no le daba lugar para pensar en su enfermedad.

El tiempo parecía no pasar por don Eudolio que mostraba cada vez un gran ánimo y una permanente alegría ante las atenciones de su familia y con la presencia de aquel hermoso paisaje al que no supo apreciar cuando sus facultades físicas eran completas y que luego, ya enfermo, lo hacía soñar y viajar imaginariamente a lugares a los que físicamente le sería imposible llegar.

Pero un día en que estaba en su acostumbrada contemplación, vio que frente a la puerta de su casa un grupo de hombres armaba bullicio abriendo zanjas y amontonando piedras y ladrillos.

En pocas semanas el espacio fue cubierto por una nueva casa que veló totalmente el lienzo donde la naturaleza plasmaba su belleza para regocijo de los ojos y el alma de don Eudolio, de cuyos labios no salió ningún comentario, sino que, de pronto, los años que había vivido al frente de aquel paisaje le cayeron encima, se le reflejaron en su cuerpo que se hizo débil, su cabello se tiñó de blanco, sus ojos se tornaron tristes, en su rostro se multiplicaron las arrugas y su voz se volvió quebrada y queda.

Días después, instalado don Eudolio en su butaca, sin dirigir una mirada hacia la puerta, empezó a escribir temblorosamente sobre su cuadernillo, mientras gruesas lágrimas rodaban por sus apergaminadas mejillas. De pronto, un dolor en el pecho lo hizo doblarse al mismo tiempo que de sus labios brotó un quejido.

Cuando entraron sus nietos y lo vieron en tan extraña e incómoda postura, se acercaron a él y comprobaron que estaba muerto y que apretaba sobre su pecho el cuadernillo en el que se podían leer estos versos:

¿Qué se hizo de la vida
que estaba frente a mis ojos,
que hoy tan sólo recojo
una tarde oscurecida?
Sin contar ya con la suerte
de mirar al sol y al cielo
sólo tengo de consuelo
que a mí me llegue la muer...

Sí, quizás la muerte fue para don Eudolio como una liberación al sufrimiento que le hubiese significado vivir enclaustrado, sin la presencia de la luz, del campo y de todo ese hermoso paisaje del que se adueñaba durante las tardes para dar rienda suelta a sus sueños, recuerdos y fantasías.

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