Isacc el Alfarero

AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.



La primera claridad del día era el aviso o la clarinada para que Isaac Flores ensillara su burra machorra y, montado en ella, se encaminara campo afuera en busca del mejor terrón, aquella arcilla limpia y libre de sal con la que elaboraba sus cántaros, ollas y tinajas, y de cuya venta mantenía a su numerosa familia. Cuando le tocaba recoger leña y chamizas para uso del rústico horno donde quemaba sus vasijas, sus caminatas duraban todo el día, pues tenía que desplazarse hasta los campos de Congorá y Cum, lugares muy alejados del pueblo.

Era habitual ver recortarse la silueta de Isaac Flores montado en su burra, seguida por su fiel perro “Jañape”, atravesando el seco y solitario tablazo en donde en época de invierno el frío era cortante y se calaba hasta los huesos. A ratos el compás de la caminata era roto por el perro que a gran velocidad salía en persecución de alguna iguana, zorro o lagartija, a las que mataba por puro instinto.
La vida de Isaac era dura tanto como el camino pedregoso que tenía que recorrer para proveerse de leña para alimentar su rústico horno, el que le otorgaba el diario sustento, el que muchas veces no conseguía, viéndose obligado a enviar a sus menores hijos a la calle a vender jaleas, natillas y butifarras que su mujer preparaba con esmerada pulcritud. El amor que le tenía a su familia le hacía desechar la idea que siempre se le fijaba en la mente, de salir del pueblo en busca de mejor suerte, conformándose con la sentencia que le había dado la vida.

Isaac miraba a sus hijos, cinco en total, y entonces le brotaba la desesperante preocupación al verlos crecer sin educación, condenados a ser como él: pobre y casi analfabeto. Por eso habían noches en que no podía conciliar el sueño pues su mente se ocupaba en pensar cómo labrarle un futuro a sus pequeños, a los que consideraba los “churres” más lindos y trabajadores del pueblo. Había noches que con los ojos abiertos en la oscuridad de su cuarto pasaba horas y horas pensando en el futuro de su familia; y así lo encontraba el madrugador canto de los gallos que lo obligaba a levantarse de su cama para iniciar una nueva faena.

Cargando con estas preocupaciones Isaac salió una mañana rumbo al campo en compañía de su piajena y de su perro. Ensimismado en sus pensamientos y cabeceándose a ratos, se dejó llevar por el capricho de su burra y luego de unas horas de caminar y caminar se dio cuenta que estaba en un paraje desconocido, una lugar al que nunca había visitado.

 Dejó de lado la sorpresa porque vio que en aquel lugar la arcilla estaba por doquier en enormes terrones, como invitándolo a llenar sus sacos con ese noble material. Lejos de apresurarse a tomar la arcilla que era de excelente calidad, se sentó a contemplar extasiado esa rica cantera, dejando pasar las horas mientras que sus dedos comprobaban la excelente calidad de la tierra.

Pasado el medio día, urgido por el hambre, bajó de su piajena las alforjas y con toda calma comió las caballas y camotes que había llevado como fiambre, mientas su burra mordisqueaba el pasto seco y “Jañape” corría tras los zorros que raudos se escondían en sus madrigueras. No queriendo ser burlado, el perro escarbaba y escarbaba sin ningún resultado. La sal de las caballas de inmediato despertó la sed del alfarero que optó por tomarse toda la chicha de jora que llevaba en la limeta.

A los pocos minutos la espirituosa bebida hizo mella en el cuerpo de Isaac quedándose completamente dormido a la sombra de un frondoso algarrobo. Su sueño era placentero, pues así se podía traducir por los fuertes ronquidos, los que se podían escuchar a gran distancia, pues las paredes de los cerros cercanos se encargaban de multiplicarlos en un eco interminable. Parecía que aquel hombre quería recuperar las horas de reposo que no había podido lograr en su casa.

Las horas se fueron sucediendo inexorablemente que parecía que el hombre iba a dormir eternamente, pero al morir la tarde el rebuzno de la piajena lo despertó, y, asustado al darse cuenta de lo avanzado de la hora, tomó la lampa y presuroso empezó a llenar los sacos con los terrones de arcilla.
-No importa haberme hecho tarde hoy día, pero esto se compensa con el material de primera calidad que estoy llevando- pensaba para sí Isaac, el alfarero.

De pronto la palana rebotó al estrellarse con algo duro que produjo un sonido sordo y hueco que fue la alarma que hizo que Isaac dejara de escarbar. A esa hora algunos güiscos rezagados volaban raudos hacia los cerros en busca de sus nidales, y las lechuzas, grillos y chicharras daban inicio a su concierto, mientras que la luna, flotando en un cielo limpio, empezaba a bañar con su plateada luz toda la geografía.

Cargado de curiosidad, el alfarero se puso de rodillas y lenta y cuidadosamente empezó a escarbar con sus propias manos, y en breves instantes sus ojos tropezaron con una caja de madera y cuero. La sorpresa lo dejó petrificado y un miedo recorrió su cuerpo, pero, sobreponiéndose a este impacto, liberó al baúl y tomando una piedra empezó a golpear el oxidado candado que cerraba aquella caja, haciéndolo volar de tanto golpe. Con manos temblorosas y con el corazón que le palpitaba aceleradamente levantó la tapa quedando al descubierto artefactos y monedas de oro y plata cuyo brillo se multiplicó al contacto con la luz de la luna. El resplandor de aquel tesoro iluminó el rostro sorprendido de aquel humilde hombre que jamás había visto tanta riqueza junta, por lo que creyó estar dentro de un bonito sueño. Isaac metió sus manos al baúl y el tintineo de las monedas lo convencieron que todo era realidad, que no era una fantasía producida, quizás, por la chicha que lo había dormido.

Repuesto de la sorpresa el alfarero cerró el baúl y miró hacia todos lados temiendo que alguien lo estuviese observando, pero los únicos testigos indiferentes eran su perro y su burra. Jaló a la piajena hasta el hoyo y con mucho esfuerzo levantó el pesado baúl sobre el lomo de ésta y dejando abandonados los sacos, las alforjas y la lampa, enrumbó hacia su casa donde su mujer “La Chela”, lo esperaba llena de preocupación y angustia por la desacostumbrada tardanza en su retorno.

Nadie vio llegar a Isaac, el alfarero, debido a lo avanzado de la noche; y ya dentro de su hogar, en su mismo dormitorio, alumbrado por la luz de un candil, mostró su hallazgo a su mujer, quien se tapó la boca con las manos para detener el grito de sorpresa que le salía del alma al contemplar tal maravilla.
Con palabras entrecortadas Isaac contó a su compañera todo lo sucedido y juntos se arrodillaron ante una ahumada estampa del Cautivo de Ayabaca que colgaba de la pared y rezaron en agradecimiento y lloraron de alegría.

Isaac había encontrado uno de los tantos tesoros que reposan en las entrañas de la tierra donde se levanta el pueblo de La Huaca, tesoros que, según cuentan los viejos habitantes de ese pueblo, existen ahí desde la época inca y desde cuando la invasión chilena, en mil ochocientos setenta y nueve, obligó a mucha gente a esconder sus joyas y dinero, incluyendo a la iglesia que ocultó bajo tierra las alhajas de santos y vírgenes para protegerlas del saqueo y la rapiña. Y es creencia general en dicho pueblo que las aguas del río Chira están habitadas por fuerzas poderosas las que siempre andan en busca de tesoros escondidos para arrastrarlos hacia el mar, el mismo que vive sediento por el oro y la plata de la tierra.

Una de las razones que tiene el pueblo para aferrarse a esta creencia es que en el año mil novecientos veinticinco las aguas del río amenazaron con llevarse la ciudad, pues arrasó tres de sus calles. La gente que fue testigo de este acontecimiento, cuenta que el río en su loca destrucción se llevaba las casas enteras y que del suelo emergían baúles, tinajas y barriles llenos de riquezas que se perdían en las turbias y agitadas aguas.

La casualidad hizo que Isaac se topara con uno de estos ocultos tesoros, por lo que de la noche a la mañana, como se dice, la vida del alfarero cambió por completo. Con el producto de la discreta venta, en otras ciudades, de algunas joyas y monedas, mandó a construir una bonita casa para vivir con su familia, pues jamás pasó por su mente la idea de dejar a su pueblo al que tanto quería. Sus hijos empezaron a asistir al colegio y él se preocupó por incrementar sus conocimientos artesanales en otros pueblos y modernizó y tecnificó su taller del cual empezaron a salir piezas de cerámica que eran verdaderas obras de arte.

Los comentarios ante tremendo cambio, como en todo pueblo pequeño, no se hicieron esperar. Unos dijeron que Isaac había hecho algunos negocios turbios que lo habían llenado de plata. Otros, aseguraron que había celebrado pacto con el demonio, pero esto último quedó desmentido ante su actitud de desprendimiento y bondad con los pobres de su pueblo y por el hecho de que cada año, en el mes de Octubre, salía en peregrinación hacia Ayabaca llevando su agradecimiento al milagroso Cristo Cautivo, Patrón de esa provincia serrana, en quien tanto confiaba y a quien atribuía el milagro de aquel hallazgo que le cambió la vida.

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