La casa de los murciélagos

AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.



El tiempo fue haciendo peso en el cuerpo de Estanislao Sanginés. Aquella carga limitaba sus movimientos, pero no le impedía llegar diariamente hasta su querida Plaza de Armas donde solía hojear las páginas de su vida que estaban impresas en su mente.

Sentía que cada una de las 4,472 losetas de aquella antigua plaza a las que un día cargado de paciencia y curiosidad llegó a contar, le hablaban de su vida política y romántica, de su vida afectiva con su mujer y sus hijos a los que supo querer y darles una situación económica estable; esfuerzo que no fue entendido por ninguno de ellos que poco a poco lo fueron abandonando, actitud a la que nunca calificó como ingratitud sino como “una ley de la vida”.

La pequeña pensión que como jubilado recibía del Estado, cubría los gastos de su pobre alimentación y para adquirir libros que leía con avidez, sobre todo los de historia que tanto le absorbían y que le servían para ayudar a muchos jóvenes que acudían a él buscando resolver sus tareas escolares.

Estanislao tenía un compromiso con un amigo y vecino que se había ausentado del pueblo hacía mucho tiempo. Este compromiso consistía en cuidarle su vieja casa para que no la desmantelaran, por lo que diariamente, por las noches y por las madrugadas, daba vueltas a la manzana. Aquella casa, en realidad, presentaba un aspecto de destrucción, reflejando el tiempo que había pasado sobre ella. La viga principal estaba quebrada por el medio causando el hundimiento del techo que daba a la casa la forma de un gran asiento o silla sin respaldo por lo que la bautizaron como “la banqueta”.

El estar al cuidado de aquella casa lo hizo testigo de la salida por las noches y del retorno por las madrugadas, de enormes cantidades de murciélagos que como tromba invadía las calles. Con aquella paciencia y curiosidad que había tenido en contar una a una las losetas de la plaza, quiso calcular la cantidad de murciélagos que vivían en “la banqueta”, pero siempre fracasó, por lo que una madrugada cambió la idea de determinar un número por la de querer saber cómo se acomodaría en los techos tal cantidad de quirópteros.

Buscó en sus bolsillos la vieja llave que siempre portaba y la introdujo en la oxidada chapa que puso una resistencia de moho. La puerta giró sobre sus goznes con estridencia dejando entrar un chorro de luz del sol que recién se asomaba por el horizonte. Ansioso dirigió su mirada hacia el techo hecho de troncos, cañas de guayaquil y totora el que lucía limpio y libre de alimañas, por lo que presuroso recorrió cada uno de los ambientes de la casa, llenándose de sorpresa al no encontrar lo que suponía. Sólo un fuerte olor a murciélago flotaba en el ambiente.

El desengaño y la duda atormentaron todo el día a Estanislao Sanginés quien, por la noche con el deseo de encontrar una explicación a lo vivido, tomó una decisión: Esa madrugada esperaría a los murciélagos dentro de “la banqueta”.

Desde casi la medianoche, sentado en un rincón, soportando las picaduras de pulgas y el pesado olor a orines, esperó la llegada de aquellos mamíferos voladores la misma que se anunció con el golpe de miles de alas que despegaban polvo de techos y paredes y levantaban yucún del suelo.

Aquel hombre observaba cómo los murciélagos daban vueltas en la sala, algunos le rozaban la cabeza y se perdían en el cuarto contiguo. Casi a rastras se dirigió a aquel lugar, viéndolos desaparecer por un hoyo del piso. La sorpresa lo dejó inerte que, sentado sobre la suciedad del suelo, esperó confundido a que amaneciera completamente.

Dos días pasaron desde aquel acontecimiento, y para poder sacarse la curiosidad que le golpeaba dentro, se armo de candil y palana y, en pleno día, se encerró en “la banqueta” con el fin de descifrar el enigma. Bastaron unos cuantos palanazos para que se produjera un derrumbe que lo arrastró hacia el fondo de un cuarto subterráneo, oscuro y fétido. Repuesto de la caída empezó a explorar a tientas las paredes de lo que creía una cueva, tropezando sus manos con formas duras y frías que le helaron la sangre.

Arriba había quedado el candil apagado, pero aún conservaba los fósforos en el bolsillo los que sacó nerviosamente encendiendo uno de ellos. La luz se esparció en aquel recinto abrazando a aquellas formas duras y frías que resultaron ser estatuas rodeadas de mantos, cántaros y ollas. Fue una visión breve como un espejismo, duró lo que tardó en llegar la pequeña llama del fósforo a los dedos de Estanislao.

Utilizando los viejos maderos desprendidos con el derrumbe subió hasta donde estaba el candil para volver a bajar con él y, ya encendido, recorrió anonadado aquel cuarto subterráneo lleno de estatuas ricamente adornadas con matos, chaquiras multicolores, brazaletes y collares de oro.

Los murciélagos al sentir la luz emprendieron vuelo hacia la salida haciendo retroceder a Estanislao, y el viento que hacían con sus alas agitaban la llama del candil causando un efecto de movimiento en las estatuas. Después de un rato se acercó a ellas y la luz le hizo descubrir detrás de éstas, un gran sol hecho de láminas de oro; y esparcidos por el suelo, cuchillos, vasos, alfileres, brazaletes y platos de oro y plata, así como collares de chaquiras, huacos y mantos semiocultos por el excremento de los murciélagos.

Esta imponente visión lo llevó a pensar en lo que había leído sobre la posible existencia de un templo yunga en estas tierras.

Estanislao Sanginés, hombre de respetable cultura, midió sobre el aporte que este descubrimiento sería para el mundo y para su pueblo. Su honradez a toda prueba era reconocida por todos, tal como se conocía su pobreza, su soledad y el amor por su pueblo; pero ante esto, después de mucho meditar, se dijo que si todas sus virtudes lo habían tenido siempre en una mala situación, quizás esta sería la ocasión para probar si una mala acción cambiaría su suerte, y decidido se trazó un plan.

Primero hizo realidad uno de sus sueños; el de conocer todo el Perú, visitando lugares históricos e importantes, lo que hacía con dinero producto de la venta sistemática de pedazos de oro que substraía de la casa de los murciélagos; luego viajó a Lima con el propósito de visitar a su amigo y ex vecino para, con una excelente oferta, comprarle “la banqueta” proponiéndose la construcción de una moderna mansión.

Una vez extraídas las riquezas necesarias hizo amontonar material de construcción e inició pacientemente la ardua tarea de enterrar su descubrimiento, lo que hacía en forma diaria, por las noches y a solas.

Pasaron muchos años y, en ese tiempo, Estanislao Sanginés se convirtió en constante viajero, guardó secretamente mucho dinero en un Banco piurano y dirigió personalmente la construcción de su lujosa mansión para evitar que se descubriera su secreto.

La población entera se preguntaba admirada sobre el origen de su riqueza, tejiéndose los más variados comentarios, desde el hallazgo de un “entierro” hasta el de un “pacto con el diablo”, desmintiéndose esto último por su acción benefactora con la gente humilde.

Sus hijos avergonzados por haberlo dejado solo se sintieron impedidos de acercarse a él, pero el entrañable amor que les tenía hizo que compartieran el producto de su hallazgo, mas no su secreto.

Una noche de mayo, al filo de cumplir 96 años, su cuerpo fue sintiendo una tremenda paz y un deseo enorme de sumirse en un profundo sueño. Llamó a sus hijos para decirles lo mucho que los amaba y para cederles sus bienes.

Días después, acomodado en su lecho recibió con una sonrisa en los labios a la muerte, sonrisa talvez de satisfacción por haber conocido los lugares que siempre había soñado visitar, o por la ironía que representaba haber sido deshonesto por única vez y por ello haber sido premiado hasta el final de su vida; o sonreía, quizás, de las gentes que acompañarían su velatorio sin suponer siquiera que se encontrarían sobre la más inmensa de las fortunas y el más preciado legado histórico, cuyo secreto se estaba llevando a la tumba.

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