Tiempos de Peste

AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.



TIEMPOS DE PESTE”, con el seudónimo “MERINISTA” obtuvo Mención Honrosa en el VII Concurso de Cuentos y Leyendas (1996) convocado por Radio Cutivalú y CIPCA-PIURA.



TIEMPOS DE PESTE

Llevaba varios días a las afueras del pueblo huyendo de las ratas y de las pulgas, y tratando de arrancarse del corazón el dolor tremendo de haber perdido a su mujer y a su único hijo a causa de la maldita peste. No podía borrar de su mente las crudas imágenes de los moribundos a los que, para evitar el contagio, los sepultaban aún con vida.
Él había estado en observación en la “Casa de la Cuarentena”, y cuando se le dio de alta al no presentar los síntomas del mal, lo primero que hizo fue ir a mirar el estado en que había quedado su vivienda. Lo que vio le derrumbó el ánimo: troncos convertidos en carbón, cosas ennegrecidas y sin forma, cenizas que la brisa levantaba dando la impresión de que el fuego todavía estaba vivo.
Onofre Carrillo no resistió contemplar este cuadro y como enloquecido abandonó el pueblo llevando el corazón cargado de nostalgia y el alma abatida por el sufrimiento. El tañido de las campanas de la iglesia llegaba diariamente hasta su refugio para anunciarle que la muerte seguía cabalgando sobre el pueblo.
Ahí en el campo, junto al río, alimentándose de pescado y de frutas, se sentía a salvo, lejos de las aborrecibles ratas y de las insoportables pulgas; pero esta tranquilidad le produjo un sentimiento de censura contra sí mismo al sentirse egoísta y cobarde, reprochándose por su actitud de esconderse mientras su gente sufría. Al fin y al cabo estaba solo, había perdido a su familia, a varios de sus amigos y pensó que conducta no era correcta, pues con su indeferencia estaba traicionando a todos.
Con coraje dirigió sus pasos hacia el pueblo. Ahí había nacido y pasado grandes y felices momentos. Por las calles se cruzó con gente llena de terror y de angustia, de rostros humedecidos por el sudor y las lágrimas, mientras las campanas no paraban de emitir su tañido de muerte marcando el paso de los continuos funerales. Ver a esa multitud en contacto con la muerte ayudándose unos a otros, fue como que le echaran en cara su temor, su egoísmo y su indeferencia; de lo que sentía verguenza.
En esos momentos la música de un piano de manubrio sonó como una blasfemia en aquel escenario pestífero, en ese teatro de dolor, de agonía y de muerte. Pero aquella melodía no venía de algún festejo o fandango, sino que era la introducción y llamada de atención para la emisión de un Bando Municipal. En efecto el pregón anunciaba que el Concejo Distrital de La Huaca, con el fin de ayudar a detener el avance de la peste bubónica pagaría tres centavos de sol por cada ratón y cinco centavos por cada rata muertos que fueran llevados al crematorio.
A Onofre Carrillo aquel edicto le pareció absurdo, pero despertó en él las ansias de reivindicarse con su pueblo, por lo que de inmediato se puso a disposición de toda acción que llevara paliativos al sufrimiento de las gentes, sumergiéndose como un loco a construir los aparatos y mecanismos para atrapar roedores. Día y noche pasó construyendo trampas y artificios que distribuía entre los pobladores, y además, como conocedor que era de los múltiples secretos de las plantas, preparó un veneno que hacía que, después de algunas horas de que los roedores comieran un bocado mezclado con dicha pócima, la sangre de les coagulara dejándolos paralizados.
El exterminio de roedores y la lucha por erradicar de su pueblo a la peste bubónica se convirtió para Onofre en una obsesión, en algo que parecía rayar en la demencia. Tan pronto se le veía ayudando al Médico en el tratamiento de los enfermos, como quemando ratas y ratones en la fosa de la barranca o encabezando las brigadas del cordón sanitario. Fue en el desempeño de esta misión que ayudó a la captura de Federico Sevedón, aquel que, desobedeciendo la prohibición de entrar al poblado mientras no fuera observado su estado de salud, rebasó los linderos del pueblo para ir a refugiarse a Amotape, distrito del otro lado del río.
Quienes lo veían en esos ajetreos no dudaban que quería suicidarse, quizás para así no padecer la ausencia de su familia, o que estaba poseído, pero todos agradecían su labor y admiraban su tesón.
Fueron más de tres años de entrega y de sacrificio en beneficio de su pueblo. Desde 1904 en que se presentó la peste hasta bien entrado 1907 en que, gracias a la ayuda del Gobierno, se logró erradicar el flagelo, Onofre Carrillo se dedicó en cuerpo y alma, casi las veinticuatro horas del día a la labor samaritana de ayuda al prójimo; y cuando el Municipio quiso pagarle por todo lo que había hecho, se negó rotundamente a recibir retribución.
Pasada aquella pesadilla, Onofre Carrillo se encaminó con su soledad al cementerio para visitar las tumbas de su mujer y de su hijo. Esta vez no había llanto ni tristeza en sus ojos, sino un brillo que iluminaba su rostro y una paz interior que le elevaba el espíritu. De regreso, al pasar por la calle principal del pueblo, de ambas aceras recibió el regalo más grande y más hermoso que había tenido hasta el momento cuando los vecinos tradujeron toda su gratitud en abundantes y sonoros aplausos a los que respondió con una tímida sonrisa.
Cuando su imagen se fue diluyendo por la larga y arenosa calle rumbo al solar donde estuvo su casa, cuando ya nadie lo veía y una lágrima se resbalaba por su rostro para caer en el sediento arenal, recién se dio cuenta de lo mucho que amaba a su pueblo y de que éste constituía su gran familia.
Fue entonces cuando Onofre Carrillo se sintió pegado a este suelo, enraizado en esta tierra como si fuera un algarrobo,... y fue muy feliz por ello.

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