El maletín del diablo

AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.


Con el seudónimo “Don Goyo” la leyenda “El Maletín del
Diablo” ocupó el 3er. Puesto en el X Concurso de Cuentos y Leyendas (1999) convocado por Radio Cutivalú (Piura).
El deseo de que su hijo terminara la primaria llevó a doña Mariana Sosa a trasladarse de Viviate, su pueblo natal, a La Huaca, lugar distante cuatro kilómetros. Si esto se hubiese presentando en los tiempos actuales no hubiese sido necesario el traslado porque en aquel pueblo ya existe la primaria completa. Por aquellos años de la década de mil novecientos sesenta, ya había desaparecido el ferrocarril y aún no se construía la carretera Sullana-Paita, y por lo tanto, esos cuatro kilómetros llenos de arbustos y matorrales que tenía que franquear cuatro veces al día Federico, su hijo, significaban para éste un gran peligro y para ella una tremenda preocupación.
No fue difícil para doña Mariana Sosa conseguir el alquiler de una casa ya que en su búsqueda se topó con una que mucho le agradó y de inmediato le fue concedida, lo que le causó cierta extrañeza. Era ésta una casa antigua con enormes puertas y labradas ventanas, sus pisos eran de mosaicos que formaban figuras geométricas agradables a la vista, sus cuartos espaciosos y ventiladas invitaban al descanso, desperdigados y llenos de polvo y telarañas había algunos muebles antiguos, entre ellos, estantes, sillas de mimbre y una hermosa y fina mecedora.
Los encargados de las llaves de aquella casa, queriendo tal vez descargar su conciencia, le contaron a doña Mariana que ese inmueble había tenido muchos inquilinos pero que ninguno había permanecido en ella más de una semana porque - según se decía- ahí sucedían cosas muy extrañas desde la muerte de su propietario de quien se decía tenía un pacto con el demonio.
Doña Mariana Sosa, mujer de carácter fuerte, hecha para la lucha, hizo caso omiso a las advertencias y se instaló en aquella casa que tanto le había gustado.
Pasaron los días, las semanas y los meses, y doña Mariana y Federico fueron haciendo amigos y llevando una normal vida social, con el único inconveniente de que sus amistades no los visitaban; pero eso los tenía sin cuidado, pues siempre habían vivido solos.
Madre e hijo vivían tranquilos en su nueva casa hasta que un día, a la media noche en que Mariana se disponía a meterse en su cama, escuchó como que alguien o algo movía la mecedora. Creyendo que era el gato se desatendió por un momento, pero ya en su cama al reparar que la mecedora seguía crujiendo como soportando un peso mayor al de una gato, optó por levantarse. Al abrir la puerta del cuarto pudo ver que en el comedor un hombre, de espaldas, sentado en la mecedora, se balanceaba rítmicamente; y sobre el piso, a sus pies, reposaba un negro maletín como aquellos que usaban los médicos. El pecho se le agitó a la mujer e incrédula se restregó los ojos, instantes que sirvieron para que la figura desapareciera y sólo quedara meciéndose el viejo mueble. Su instinto maternal la condujo hacia la cama donde dormía su hijo y lo abrazó como protegiéndolo.
Luego todo fue silencio, escuchándose solamente el rápido latir de su corazón y la suave respiración de su hijo, hasta que la luz del nuevo día trajo el sonido de la vida.
Nada de lo sucedido le contó a su hijo, pero lo primero que hizo al levantarse fue tomar la mecedora y arrojarla al corral, junto a un sinnúmero de vejestorios.
Los días fueron pasando y ya cuando Mariana había por completo recobrado la calma, nuevamente, una noche, el sonido de la mecedora le remeció los sentidos. Sigilosamente abrió la puerta de su cuarto encontrándose con la misma escena de la vez anterior. Ahí estaba aquel hombre dándole la espalda, sentado en la vieja mecedora.
-Esto no puede ser realidad- se dijo Mariana quien dominando su miedo, lentamente se fue acercando al hombre que no dejaba de mecerse junto al negro maletín. Reparó que vestía un frac negro que contrastaba con la blanca piel de su cuello. El brazo de Mariana se levantó con dirección al hombro del misterioso personaje y cuando ya casi lo tocaba, éste se esfumó, quedando sólo la mecedora en un hipnótico vaivén. A esta aparición le siguieron otras; siempre en el mismo lugar y a la misma hora, que hicieron que Mariana perdiera el miedo y se acostumbrara a aquellas extrañas y periódicas visitas. Cuantas veces guardó la mecedora, otras tantas fue inexplicablemente devuelta al comedor, lugar donde el misterioso visitante solía mecerse. Aunque muchas veces tuvo la curiosidad de verle el rostro, prefirió quedarse en su cama con la tranquilidad que le daba el saber que en pocos minutos dejaría de crujir la mecedora y podría dormir profundamente.
La gente del pueblo se mostraba sorprendida ante el hecho de que doña Mariana Sosa y su hijo permanecieran tanto tiempo ya en aquella casa, por lo que la abordaban para preguntarle si no la habían asustando a lo que, sonriente, respondía con un no.
El tiempo fue pasando y doña Mariana vivía muy feliz e indiferente ante aquel fenómeno. Su hijo creció y se alejó de su lado para ir a la capital a estudiar a la Universidad, dejándola sola en aquella casona. Quedarse sola no le inquietó en lo mínimo a pesar de que aquellas extrañas visitas se repetían constantemente.
Una mañana, mientras hacía limpieza, doña Mariana reparó que una loseta del piso del comedor se había hundido. Trató de nivelarla pero cuando escarbaba para hacer un relleno, sus manos tropezaron con algo blando. Con cierto temor tomó aquel objeto sacándolo a la superficie y al ver lo que era, sus manos lo soltaron como si sobre ellas había caído una descarga eléctrica. Aquel objeto era el negro maletín que había visto siempre a los pies de la aparición.
La sorpresa paralizó por un instante a doña Mariana la que luego muy lentamente, con el rostro bañado en sudor, se acercó al misterioso maletín y con manos temblorosas logró abrirlo. Un áspero olor inundó el ambiente quedando a la vista una gran cantidad de papeles. La mujer los fue tomando uno a uno y sus ojos fueron recorriendo lo escrito en ellos.
Esos papeles que el tiempo había vuelto amarillentos contenían pactos escritos y firmados por gente del pueblo que había fallecido hacía mucho tiempo atrás. El raro color de la tinta y el olor que emanaban, le hicieron sospechar a la mujer que la escritura había sido hecha con sangre ante el propio Satanás.
El miedo inicial de Mariana se convirtió primero en asco y luego en rabia, por lo que dirigiéndose a su cuarto llenó un vaso con agua bendita y la arrojó sobre los papeles, los que al contacto con el sagrado líquido recobraron su blancura, mientras extraños ruidos y un fétido olor invadieron la casa. Luego tomó el maletín y los papeles y los arrojó al fuego de la cocina convirtiéndolos en cenizas.
Con la incineración del maletín y los papeles, desaparecieron las visitas de aquel personaje extraño, y en lo más hondo de Mariana quedó la impresión de que con la destrucción de aquel hallazgo había liberado a muchas almas que por el afán de calmar ambiciones terrenales habían caído en la tentación de pactar con el mismo diablo.
Doña Mariana Sosa vivió mucho tiempo y sus años otoñales los vivió gozando de la presencia de los nietos que Federico le dio, a quienes solía contar hermosas historias sentada en la vieja mecedora, aquella que un día le hizo perder la tranquilidad.

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