La casa de los murciélagos

AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.



El tiempo fue haciendo peso en el cuerpo de Estanislao Sanginés. Aquella carga limitaba sus movimientos, pero no le impedía llegar diariamente hasta su querida Plaza de Armas donde solía hojear las páginas de su vida que estaban impresas en su mente.

Sentía que cada una de las 4,472 losetas de aquella antigua plaza a las que un día cargado de paciencia y curiosidad llegó a contar, le hablaban de su vida política y romántica, de su vida afectiva con su mujer y sus hijos a los que supo querer y darles una situación económica estable; esfuerzo que no fue entendido por ninguno de ellos que poco a poco lo fueron abandonando, actitud a la que nunca calificó como ingratitud sino como “una ley de la vida”.

La pequeña pensión que como jubilado recibía del Estado, cubría los gastos de su pobre alimentación y para adquirir libros que leía con avidez, sobre todo los de historia que tanto le absorbían y que le servían para ayudar a muchos jóvenes que acudían a él buscando resolver sus tareas escolares.

Estanislao tenía un compromiso con un amigo y vecino que se había ausentado del pueblo hacía mucho tiempo. Este compromiso consistía en cuidarle su vieja casa para que no la desmantelaran, por lo que diariamente, por las noches y por las madrugadas, daba vueltas a la manzana. Aquella casa, en realidad, presentaba un aspecto de destrucción, reflejando el tiempo que había pasado sobre ella. La viga principal estaba quebrada por el medio causando el hundimiento del techo que daba a la casa la forma de un gran asiento o silla sin respaldo por lo que la bautizaron como “la banqueta”.

El estar al cuidado de aquella casa lo hizo testigo de la salida por las noches y del retorno por las madrugadas, de enormes cantidades de murciélagos que como tromba invadía las calles. Con aquella paciencia y curiosidad que había tenido en contar una a una las losetas de la plaza, quiso calcular la cantidad de murciélagos que vivían en “la banqueta”, pero siempre fracasó, por lo que una madrugada cambió la idea de determinar un número por la de querer saber cómo se acomodaría en los techos tal cantidad de quirópteros.

Buscó en sus bolsillos la vieja llave que siempre portaba y la introdujo en la oxidada chapa que puso una resistencia de moho. La puerta giró sobre sus goznes con estridencia dejando entrar un chorro de luz del sol que recién se asomaba por el horizonte. Ansioso dirigió su mirada hacia el techo hecho de troncos, cañas de guayaquil y totora el que lucía limpio y libre de alimañas, por lo que presuroso recorrió cada uno de los ambientes de la casa, llenándose de sorpresa al no encontrar lo que suponía. Sólo un fuerte olor a murciélago flotaba en el ambiente.

El desengaño y la duda atormentaron todo el día a Estanislao Sanginés quien, por la noche con el deseo de encontrar una explicación a lo vivido, tomó una decisión: Esa madrugada esperaría a los murciélagos dentro de “la banqueta”.

Desde casi la medianoche, sentado en un rincón, soportando las picaduras de pulgas y el pesado olor a orines, esperó la llegada de aquellos mamíferos voladores la misma que se anunció con el golpe de miles de alas que despegaban polvo de techos y paredes y levantaban yucún del suelo.

Aquel hombre observaba cómo los murciélagos daban vueltas en la sala, algunos le rozaban la cabeza y se perdían en el cuarto contiguo. Casi a rastras se dirigió a aquel lugar, viéndolos desaparecer por un hoyo del piso. La sorpresa lo dejó inerte que, sentado sobre la suciedad del suelo, esperó confundido a que amaneciera completamente.

Dos días pasaron desde aquel acontecimiento, y para poder sacarse la curiosidad que le golpeaba dentro, se armo de candil y palana y, en pleno día, se encerró en “la banqueta” con el fin de descifrar el enigma. Bastaron unos cuantos palanazos para que se produjera un derrumbe que lo arrastró hacia el fondo de un cuarto subterráneo, oscuro y fétido. Repuesto de la caída empezó a explorar a tientas las paredes de lo que creía una cueva, tropezando sus manos con formas duras y frías que le helaron la sangre.

Arriba había quedado el candil apagado, pero aún conservaba los fósforos en el bolsillo los que sacó nerviosamente encendiendo uno de ellos. La luz se esparció en aquel recinto abrazando a aquellas formas duras y frías que resultaron ser estatuas rodeadas de mantos, cántaros y ollas. Fue una visión breve como un espejismo, duró lo que tardó en llegar la pequeña llama del fósforo a los dedos de Estanislao.

Utilizando los viejos maderos desprendidos con el derrumbe subió hasta donde estaba el candil para volver a bajar con él y, ya encendido, recorrió anonadado aquel cuarto subterráneo lleno de estatuas ricamente adornadas con matos, chaquiras multicolores, brazaletes y collares de oro.

Los murciélagos al sentir la luz emprendieron vuelo hacia la salida haciendo retroceder a Estanislao, y el viento que hacían con sus alas agitaban la llama del candil causando un efecto de movimiento en las estatuas. Después de un rato se acercó a ellas y la luz le hizo descubrir detrás de éstas, un gran sol hecho de láminas de oro; y esparcidos por el suelo, cuchillos, vasos, alfileres, brazaletes y platos de oro y plata, así como collares de chaquiras, huacos y mantos semiocultos por el excremento de los murciélagos.

Esta imponente visión lo llevó a pensar en lo que había leído sobre la posible existencia de un templo yunga en estas tierras.

Estanislao Sanginés, hombre de respetable cultura, midió sobre el aporte que este descubrimiento sería para el mundo y para su pueblo. Su honradez a toda prueba era reconocida por todos, tal como se conocía su pobreza, su soledad y el amor por su pueblo; pero ante esto, después de mucho meditar, se dijo que si todas sus virtudes lo habían tenido siempre en una mala situación, quizás esta sería la ocasión para probar si una mala acción cambiaría su suerte, y decidido se trazó un plan.

Primero hizo realidad uno de sus sueños; el de conocer todo el Perú, visitando lugares históricos e importantes, lo que hacía con dinero producto de la venta sistemática de pedazos de oro que substraía de la casa de los murciélagos; luego viajó a Lima con el propósito de visitar a su amigo y ex vecino para, con una excelente oferta, comprarle “la banqueta” proponiéndose la construcción de una moderna mansión.

Una vez extraídas las riquezas necesarias hizo amontonar material de construcción e inició pacientemente la ardua tarea de enterrar su descubrimiento, lo que hacía en forma diaria, por las noches y a solas.

Pasaron muchos años y, en ese tiempo, Estanislao Sanginés se convirtió en constante viajero, guardó secretamente mucho dinero en un Banco piurano y dirigió personalmente la construcción de su lujosa mansión para evitar que se descubriera su secreto.

La población entera se preguntaba admirada sobre el origen de su riqueza, tejiéndose los más variados comentarios, desde el hallazgo de un “entierro” hasta el de un “pacto con el diablo”, desmintiéndose esto último por su acción benefactora con la gente humilde.

Sus hijos avergonzados por haberlo dejado solo se sintieron impedidos de acercarse a él, pero el entrañable amor que les tenía hizo que compartieran el producto de su hallazgo, mas no su secreto.

Una noche de mayo, al filo de cumplir 96 años, su cuerpo fue sintiendo una tremenda paz y un deseo enorme de sumirse en un profundo sueño. Llamó a sus hijos para decirles lo mucho que los amaba y para cederles sus bienes.

Días después, acomodado en su lecho recibió con una sonrisa en los labios a la muerte, sonrisa talvez de satisfacción por haber conocido los lugares que siempre había soñado visitar, o por la ironía que representaba haber sido deshonesto por única vez y por ello haber sido premiado hasta el final de su vida; o sonreía, quizás, de las gentes que acompañarían su velatorio sin suponer siquiera que se encontrarían sobre la más inmensa de las fortunas y el más preciado legado histórico, cuyo secreto se estaba llevando a la tumba.

Tiempos de Peste

AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.



TIEMPOS DE PESTE”, con el seudónimo “MERINISTA” obtuvo Mención Honrosa en el VII Concurso de Cuentos y Leyendas (1996) convocado por Radio Cutivalú y CIPCA-PIURA.



TIEMPOS DE PESTE

Llevaba varios días a las afueras del pueblo huyendo de las ratas y de las pulgas, y tratando de arrancarse del corazón el dolor tremendo de haber perdido a su mujer y a su único hijo a causa de la maldita peste. No podía borrar de su mente las crudas imágenes de los moribundos a los que, para evitar el contagio, los sepultaban aún con vida.
Él había estado en observación en la “Casa de la Cuarentena”, y cuando se le dio de alta al no presentar los síntomas del mal, lo primero que hizo fue ir a mirar el estado en que había quedado su vivienda. Lo que vio le derrumbó el ánimo: troncos convertidos en carbón, cosas ennegrecidas y sin forma, cenizas que la brisa levantaba dando la impresión de que el fuego todavía estaba vivo.
Onofre Carrillo no resistió contemplar este cuadro y como enloquecido abandonó el pueblo llevando el corazón cargado de nostalgia y el alma abatida por el sufrimiento. El tañido de las campanas de la iglesia llegaba diariamente hasta su refugio para anunciarle que la muerte seguía cabalgando sobre el pueblo.
Ahí en el campo, junto al río, alimentándose de pescado y de frutas, se sentía a salvo, lejos de las aborrecibles ratas y de las insoportables pulgas; pero esta tranquilidad le produjo un sentimiento de censura contra sí mismo al sentirse egoísta y cobarde, reprochándose por su actitud de esconderse mientras su gente sufría. Al fin y al cabo estaba solo, había perdido a su familia, a varios de sus amigos y pensó que conducta no era correcta, pues con su indeferencia estaba traicionando a todos.
Con coraje dirigió sus pasos hacia el pueblo. Ahí había nacido y pasado grandes y felices momentos. Por las calles se cruzó con gente llena de terror y de angustia, de rostros humedecidos por el sudor y las lágrimas, mientras las campanas no paraban de emitir su tañido de muerte marcando el paso de los continuos funerales. Ver a esa multitud en contacto con la muerte ayudándose unos a otros, fue como que le echaran en cara su temor, su egoísmo y su indeferencia; de lo que sentía verguenza.
En esos momentos la música de un piano de manubrio sonó como una blasfemia en aquel escenario pestífero, en ese teatro de dolor, de agonía y de muerte. Pero aquella melodía no venía de algún festejo o fandango, sino que era la introducción y llamada de atención para la emisión de un Bando Municipal. En efecto el pregón anunciaba que el Concejo Distrital de La Huaca, con el fin de ayudar a detener el avance de la peste bubónica pagaría tres centavos de sol por cada ratón y cinco centavos por cada rata muertos que fueran llevados al crematorio.
A Onofre Carrillo aquel edicto le pareció absurdo, pero despertó en él las ansias de reivindicarse con su pueblo, por lo que de inmediato se puso a disposición de toda acción que llevara paliativos al sufrimiento de las gentes, sumergiéndose como un loco a construir los aparatos y mecanismos para atrapar roedores. Día y noche pasó construyendo trampas y artificios que distribuía entre los pobladores, y además, como conocedor que era de los múltiples secretos de las plantas, preparó un veneno que hacía que, después de algunas horas de que los roedores comieran un bocado mezclado con dicha pócima, la sangre de les coagulara dejándolos paralizados.
El exterminio de roedores y la lucha por erradicar de su pueblo a la peste bubónica se convirtió para Onofre en una obsesión, en algo que parecía rayar en la demencia. Tan pronto se le veía ayudando al Médico en el tratamiento de los enfermos, como quemando ratas y ratones en la fosa de la barranca o encabezando las brigadas del cordón sanitario. Fue en el desempeño de esta misión que ayudó a la captura de Federico Sevedón, aquel que, desobedeciendo la prohibición de entrar al poblado mientras no fuera observado su estado de salud, rebasó los linderos del pueblo para ir a refugiarse a Amotape, distrito del otro lado del río.
Quienes lo veían en esos ajetreos no dudaban que quería suicidarse, quizás para así no padecer la ausencia de su familia, o que estaba poseído, pero todos agradecían su labor y admiraban su tesón.
Fueron más de tres años de entrega y de sacrificio en beneficio de su pueblo. Desde 1904 en que se presentó la peste hasta bien entrado 1907 en que, gracias a la ayuda del Gobierno, se logró erradicar el flagelo, Onofre Carrillo se dedicó en cuerpo y alma, casi las veinticuatro horas del día a la labor samaritana de ayuda al prójimo; y cuando el Municipio quiso pagarle por todo lo que había hecho, se negó rotundamente a recibir retribución.
Pasada aquella pesadilla, Onofre Carrillo se encaminó con su soledad al cementerio para visitar las tumbas de su mujer y de su hijo. Esta vez no había llanto ni tristeza en sus ojos, sino un brillo que iluminaba su rostro y una paz interior que le elevaba el espíritu. De regreso, al pasar por la calle principal del pueblo, de ambas aceras recibió el regalo más grande y más hermoso que había tenido hasta el momento cuando los vecinos tradujeron toda su gratitud en abundantes y sonoros aplausos a los que respondió con una tímida sonrisa.
Cuando su imagen se fue diluyendo por la larga y arenosa calle rumbo al solar donde estuvo su casa, cuando ya nadie lo veía y una lágrima se resbalaba por su rostro para caer en el sediento arenal, recién se dio cuenta de lo mucho que amaba a su pueblo y de que éste constituía su gran familia.
Fue entonces cuando Onofre Carrillo se sintió pegado a este suelo, enraizado en esta tierra como si fuera un algarrobo,... y fue muy feliz por ello.

Perro Amigos

AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.



DEDICATORIA
Con el profundo dolor que se siente ante la muerte de un ser querido, dedico este trabajo a mis amigos “Gokú” y “Káiser”, a quienes la insensibilidad de algunos hombres los mató el 31 de julio y ?9 de agosto del 2005, respectivamente, cuando estaba finalizando esta pequeña obra.
Pablo Enrique Medina Sanginés.
A lo largo de mi vida
(sesenta años bien vividos)
mil amigos he tenido
y aunque nunca me han hablado
siento que me han entregado
su amor en cada ladrido.
Cholos, zambos y lanudos;
finos, chuscos y calatos;
mochos trompudos y ñatos;
todos me han dado cariño
desde cuando yo era un niño
hasta estos momentos gratos.
También he tenido amigos
mordelones y gruñones;
lambidos y juguetones
que a mi vida la han llenado
(por lo tanto que me han dado)
de muy grandes emociones.

***

Tengo grabado en mi mente
el nombre de un gran amigo
que siempre estuvo conmigo
cuando estudiaba primaria,
pues él, de manera diaria,
de mis juegos fue testigo.

“MY LORD” tenía por nombre
este fiel compañerito
al que en un día maldito
un Celador lo envenenó
y con ello me condenó
a sentirme muy solito.

Pero yo no me conformé
por tal maldad cometida
y mi alma muy resentida
por la venganza clamaba
y mi corazón lloraba
por esa triste partida.

Con ese mal pensamiento
de vengar a mi mascota
me transforme en una escolta
del Celador perricida
y de manera escondida
le seguí sus movimientos.

Y yo quería ser grande
para darle de trompadas
y a punta de mil patadas
hacerle pagar su falta
de aquella acción nada santa,
criminal y despiadada.

Así, un día al Celador vi
que por costumbre tenía
entrar por la portería
del fundo “La Polvareda”
y tomar por la vereda
rumbo a la chamicería .

Y vi que en la portería,
en un sauce que ahí estaba,
un negro panal colgaba
entre el tronco y el follaje,
lo que era como un mensaje
a la ocasión que buscaba.

Al otro día lo esperé
escondido tras un chope
y mientras él, al galope,
a la puerta se acercaba
yo al avispero toreaba
con mi honda y golpe a golpe.

Las avispas muy furiosas
del borrico lo tumbaron
y en el yucún revolcaron
a don “Calato” , el Celador
dejándolo con mucho ardor
de tanto que lo picaron

Sé que la venganza es mala,
pero con aquello que hice,
honrar a “My Lord” yo quise
lo mismo que darle a mi alma
un poco de paz y calma,
pues mi razón eso dice.

***

Después de “My Lord” fue “YONY”,
perrito lagartijero
que tan igual al primero
me ofreció su compañía,
y yo mucho lo quería
por ser mi amigo sincero.

Era un bailarín peludo,
como la nieve, blanquito,
comilón y pequeñito,
temeroso de los cohetes
y todos los ruidos fuertes
lo ponían muy loquito.

Al tronar las camaretas
él salía despedido,
parecía perseguido
por Satán y su cuadrilla,
dejando atrás a la villa,
quedando yo compungido.

Mi misión era buscarlo
por las dunas y en el cerro
para brindarle a mi perro
un poco de agua y comida
porque era causa perdida
el tratar de regresarlo.


Cuando todo terminaba:
la víspera, las retretas,
procesiones, camaretas,
yo a mi perro regresaba
y con emoción le daba
mi alma de amor repleta.

Llenaría muchos folios
escribiendo las historias
que yo guardo en mi memoria
de los perros que he tenido,
a quienes tanto he querido
y que hoy están en la gloria.

***

Recuerdo a mi fiel “OTELO”,
a “CAPULLO” y a “SALCHICHA”
que me dieron mucha dicha
con su bonita presencia
aunque después con su ausencia
me llenaron de desdicha.

También recibí el cariño
de “SULTÁN” , el silencioso,
comilón y muy ocioso.
De “GANDHI” , de igual manera,
aquel can que se perdiera,
robado por ser buen mozo.

Luego como una maldición,
todo perro que criaba
poco tiempo me duraba,
enseguida se moría
con feroz disentería,
gimiendo y echando baba.

Yo desde aquella época
no crío a ningún perrito
pero acercarme no evito
a estos nobles animales
porque me dan a raudales
el amor que necesito.

Por eso busqué amigarme
con sabuesos de otras casas
sin preferencia de raza
pues para mí son iguales
de gratos y de leales,
virtudes hoy muy escasas.

De los tantos que conocí
está “TARZÁN” , el gigante,
de vocación atacante.
Siempre estaba encadenado,
a las chacras condenado,
sirviendo de vigilante.

Con ayuda de su dueña
muy amigos nos hicimos,
tanto, tanto nos quisimos
que a veces lo liberaba
y él muy alegre saltaba
entre ladridos y mimos.

En mis recuerdos incluyo
a “NIXON” , otro grandazo,
peludo, negro, amigazo,
gran perseguidor de gatos,
que eran para él no gratos,
víctimas de su rechazo.



Otro amiguito fue “YOGUI”
al que desde jovencito
un ser “humano” maldito,
de una certera pedrada,
sin que el can le hiciera nada,
al pobre dejó cieguito.

“OSO” , “BOBY” , “PERLA” , “LASSIE” ,
mucha alegría me dieron,
con su amistad convirtieron
mi nostalgia en alegría
por eso es que cada día
pienso que nunca murieron.

***

“OTELO”

Cuando viví por Talara
yo quise un perrito tener
como esos que llegué a ver
en el “Circo Mexicano”,
ejemplares muy lozanos,
muy difíciles de obtener.

Blancos con manchitas negras,
altos y muy elegantes,
sus colores en contraste,
los dálmatas me gustaron
y en mi corazón sembraron
un sentimiento excitante.

Una noche me di cuenta
de una dálmata preñada
y otra noche la vi echada
rodeada de sus perritos
todos, todos, manchaditos
como toda la manada.

Sabedor de mis anhelos,
Pedro , mi primo querido,
me dijo haber concebido
un plan para apoderarnos
de uno de aquellos caninos
aunque era algo prohibido.

Cuando se inició la función,
mientras los perros actuaban,
mi primo en forma furtiva
se metió bajo los toldos
llegando hasta los rescoldos
donde los perros lloraban.

Guiándose por el llanto
de los débiles perritos
mi primo muy despacito
de un cachorrito se apropió
y en la oscuridad se escapó
con su robo en un saquito.

Con la talega en la mano
como unos locos corrimos
y sólo nos detuvimos
donde la luz era escasa,
muy cerca de nuestra casa,
y en ella nos escurrimos.

Muy ansiosos en la casa
abrimos el taleguito
para sacar al perrito
dálmata que deseaba,
pero el can que ahí estaba
no era un cachorro bonito.

Era la cría de un Bóxer,
perrito ñato y sin cola
cuya raza se enarbola
como raza de guardianes
azote de los rufianes
que a la sociedad asolan.



Mi primo había tomado
con premura y con presteza
la cría de otra sabuesa
que había también parido
y sin haberlo querido
nos dimos con la sorpresa.

Mi primo se quedó con él,
“CIRCO” le puso por nombre
y cuando éste se hizo un hombre
se convirtió en un perrazo
que no cupo en el regazo
por su tamaño de asombre.

***

“CUAL” se le puso por nombre
y ese nombre sí embromaba
porque si se preguntaba:
¿Cómo se llama tu perro?
la dueña, sin ningún yerro,
”Cual”, presta le contestaba.

El curioso repetía
la pregunta al poco rato
contestando el mismo dato
la dueña de la perrita
que acusada de sordita
la dejaban de inmediato.

***

Debo también de recordar
a “LAIKA” y a “BAQUEDANO” ,
a “CHIHUAHUA” , tan enano,
tan furioso y tan chiquito
pero bastante bonito
este perro mexicano.

Todos los que he mencionado
hace rato han fallecido
y el último que se ha ido
fue “MORRIS” , el peleonero,
macho, bravo y pendenciero,
el que jamás fue vencido.

Una vez lo vi pelearse
con siete perros a la vez
y después de tumbar a tres
el resto en forma sensata,
con el rabo entre las patas,
corrieron a refugiarse.

***

Ahora los que siguen son
los que sin ser yo su dueño
ponen su total empeño
para darme una sonrisa,
y entregarme la precisa
sensación de un lindo sueño.

“GOKÚ” es uno de aquellos:
apegado, cariñoso,
muy cobarde y despacioso
a pesar de su tamaño,
pues a nadie le hace daño,
mas bien es muy bondadoso.

Camina dando saltitos,
es invitado infaltable
?como vecino notable-
a desfiles, a comparsas,
a velorios y a mil danzas
donde el huesito es estable.

Apurado por el hambre
tuvo la gran ocurrencia
de visitar a Fidencia,
tía noble y generosa,
quien en forma bondadosa
le brindó una menudencia.

Y muy frecuentes se hicieron
sus visitas a mi casa;
ahora un día no pasa
sin comerse un bocadito
de arroz o de pescadito
que con amor se le alcanza.

“Gokú” me da mucha pena
porque peleando es muy malo,
sacando siempre el regalo
de estar cojo y mal herido,
con el hocico partido,
deseando poder curarlo.


***

De un boxeador tiene el nombre
y ese nombre bien le cae
porque andando por la calle
nadie le falta el respeto,
aceptando cualquier reto
que con él alguien ensaye.

Ahora aquí lo presento:
“FIRPO” fue un perro agredido,
maltratado, muy sufrido,
temeroso del humano
que a veces se muestra insano,
desalmado y engreído.

Una noche en la plazuela,
cuando quise ser su amigo,
hosco se portó conmigo
y con miedo iba tomando
el pan que le iba arrojando
creyéndome un enemigo.

Pero después de algún tiempo
las barreras se rompieron,
las dudas se convirtieron
en una mutua confianza
que fue casi como alianza
de dos que se comprendieron.

“Firpo” ahora es muy sociable,
ya se acerca a mis amigos,
de su cambio soy testigo;
se acuesta a mis pies sin miedo,
mi cariño yo le cedo
porque camina conmigo.



“FIRPO”


“RINO”


A“RINO” lo vi nacer
con sus ojos cerraditos,
luego lo vi dando gritos
detrás de su madre “Perla”
con el afán de cogerla
por su lácteo manjarcito.

Hoy es todo un jovencito
que con su alma enamorada
se pierde en la madrugada
en busca de una pareja
y que con su ausencia deja
a su dueña preocupada.

Él es el que más me quiere,
así lo tengo entendido,
y él también se ha merecido
mi gratitud y mi afecto
y con paciencia le acepto
lo que tiene de lambido.

Vigilando su vivienda
este perro es muy valiente
pero se asusta si siente
el tronar de camaretas,
de tambores, de trompetas,
de bombos y clarinetes.

***



El que adorna la portada
de esto que estás tú leyendo
es un ejemplar tremendo,
calculador, muy sereno,
conocedor del terreno
del lar donde está viviendo.

Entre “su casa” y la “mía”
se pasa su alegre vida,
de su ración no se olvida
y en silencio la reclama
con su mirada que clama
por un poco de comida.

El pan no lo come solo;
con mantequilla lo quiere,
por los huesitos se muere,
entre aquellos, los de pollo,
que son delicioso bollo
que su estómago prefiere.

Se acuesta como sapito
y es una esperanza muerta
retirarlo de una puerta
donde repose tranquilo
y hay que levantarle en vilo
para dejar vía abierta.

“KÁISER” se llama “el fulano”
a quien estoy describiendo
y en él estoy descubriendo
su majestad y elegancia
que lo llenan de arrogancia
la que siempre está luciendo.


“KÁISER”
“MUCHACHO” , “SULKI” , “PAYASO”
son mis flamantes amigos
y también anda conmigo
“RUSO” un canino pequeño.
Yo no sé si tiene dueño
o talvez sea un mendigo.


“SULKI”



“MUCHACHO” “RUSO”


A “Payaso” me le corro
por mordelón y cargoso,
seguro porque está mozo
se porta de esa manera;
y si yo su dueño fuera
le diera menos retozo.


“PAYASO” “GOLFI”
Al contrario de “Payaso”, “GOLFI”
es el más tranquilito
porque él es un mayorcito,
con reuma y sin dentadura,
para él esta vida es dura
como es en todo ancianito.


La “ÑATA” es una extranjera,
de Paita Tito la trajo
escondida, por lo bajo
porque ella no fue comprada,
tampoco fue regalada
...(¡mejor la corto de un tajo!)


“ÑATA”

“DENKI” es parte de una historia
de cariño y de decepción
y si les pido comprensión
es por hablar poco de ella
pues un recuerdo hace mella
al fondo de mi corazón.


“DENKI”


Tengo un amigo elegante,
engreído y bien cuidado
pero siempre está encerrado
lo que me da mucha pena
porque así se le condena
a no andar emparejado.

Su nombre viene del quechua
porque ALKO éste se llama
y su casta le reclama
ser mundano, callejero,
pues por ser un caballero
debe tener una dama


“ALKO”

También hay perros sin nombre
y a ellos no les importa,
mi memoria a dos reporta:
uno muerto y otro vivo;
el muerto fue muy activo
y tuvo una vida corta.

Su dueño fue Federico
que mucho aprecio le tuvo
y con su amistad obtuvo
un momento de relajo
después de tanto trabajo
que en la vida el “Chino” tuvo.

El vivo es discriminado
por su color y su raza,
él nunca duerme en su casa
haga calor o haga frío,
su vida es un desafío,
y su suerte es muy escasa.

Él es un viringo sexy
raza nuestra, bien peruana,
su conducta es muy mundana
y aunque es un can despreciado
siempre vive enamorado
y en vagar nadie lo gana.
“VIRINGO”

____

Yo a una frase me aferro
porque es voz de la experiencia
y también es mi vivencia
que ojalá a nadie asombre:
“Cuanto más trato a los hombres
más idolatro a mi perro.”

Esta frase sí que encierra
una gran filosofía
que a la razón desafía,
juzgando de forma ruda,
poniendo en completa duda,
del hombre su real valía.

De la maldad de los hombres
yo sí que conozco mucho,
pues en forma diaria escucho
de muchas iniquidades
y he visto tantas crueldades
que por olvidarlas lucho.

A mí me contaron una
de un albañil conocido
que fungiendo de sabido,
sin pesarle la conciencia,
eliminó sin clemencia
a un pobre perro perdido.

Dicho perro merodeaba
en busca de algún bocado,
y de pronto fue arrojado
a una zanja muy profunda
y con una saña inmunda
allí el cemento fue echado.

Y así quedó sepultado
aquel pobre animalito
sin que ningún ser maldito
que en esa mañana estaban,
que de peones trabajaban,
rescatara aquel perrito.

Yo me siento muy molesto
que al hombre ruin, depravado,
infiel, corrupto y malvado,
se le diga que es un perro,
pues tal sentencia es un yerro
que disgusto me ha causado.



Protesto por compararse
a estos lindos animales,
tan nobles y tan leales,
con corruptos funcionarios
que le roban al erario
causándole grandes males.

Mi alma entera sufre daño
cuando escucho aquel insulto
que le lanza el hombre inculto
cuando tan mal lo compara
con aquel que se descara
en las coimas y en el hurto.

Por favor no lo compare
si usted respeta a su perro
puesto que siempre me aterro
escuchar que a regidores
sin honor y sin valores
se les diga perra o perro.

También al mal policía,
a los jueces deshonestos,
a alcaldes incorrectos,
perros el pueblo les llama
y eso es lo que más me inflama
porque esto es algo imperfecto.

Luego están los congresistas
algunos tan depravados
y por eso comparados
con el perro, fiel amigo,
comparación que, yo digo,
es cosa de equivocados.

Sinverg? malvado, vil,
ruin, granuja, miserable,
traidor, sagaz, despreciable,
pérfido, innoble, villano,
indigno, malo, inhumano,
arrastrado, falso, servil.

Son sinónimos de perro
con lo que no estoy conforme,
ansiando que se reforme
ese poco de acepciones
que siembra en los corazones
un resentimiento enorme.

Yo puedo dar testimonio
del perro y de su nobleza,
y declarar con certeza
de su conducta preciosa,
de su lealtad asombrosa
y de toda su grandeza.

***

A continuación yo narro
lo que Jani , el Panteonero,
amigo honesto y sincero,
me conversó emocionado
de algo que había pasado
en el viejo cementerio

Me contó que en una tarde,
detrás de un largo cortejo,
apareció un can muy viejo,
y que después del entierro
allí se quedó aquel perro,
lo que lo dejó perplejo.

Por más que trató de echarlo,
lo impedía con gruñidos,
y con tristes aullidos
a la tumba se aferraba
y a su amo no abandonaba
por ser su amigo querido.

Cuatro días con sus noches
sin probar ningún bocado,
muy solo y abandonado,
se pasó llorando a su amo;
su aullido era un reclamo
por su amigo sepultado.

Al llegar al quinto día,
hambriento y desconsolado,
se marcho muy apenado,
perdiéndose entre las matas
con el rabo entre las patas
y con el paso cansado.

Yo termino agradeciendo
a los perros que he tenido
y a esos que he conseguido
como amigos en la calle,
reconociendo el detalle
que ellos mucho me han querido.

***

"PETITO" EL SACRISTAN


AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.



Las tareas agrícolas que a principios del siglo XX se daban en las haciendas “La Polvareda”, “La Chira”, “Santa Ana”, “Pucusulá”, “San José”, “Buenaventura” y “Santa Rita”, del distrito de La Huaca, atraían a mucha gente a este lugar. Llegaban por ferrocarril en grupos llamados “contratas”, procedentes de La Unión, La Arena, Catacaos y otros pueblos del Bajo Piura. Llamaba la atención ver llegar a grupos de hombres cargando sus herramientas, ollas, sábanas y colchas, seguidos de sus mujeres y de sus hijos para, luego de solicitar trabajo, instalarse en las “colcas” donde pasaban una temporada dedicados a las faenas agrarias, mientras sus mujeres se ocupaban en prepararles sus comidas, y los churres vagabundeaban por el campo recolectando fruta o cazando avecillas. Hubo mucha gente que, cautivada por la fertilidad del valle y ante la demanda de trabajo, se afincaron en el pueblo y diseminaron sus apellidos, Macalupú, Yovera, Ipanaqué, Chero, Sernaqué, Timaná, Chiroque, etc., los que perduran hasta hoy.

Siguiendo a una de estas “contratas” vino una mujer halando a un niño de unos diez años. Se llamaba Julia y buscaba trabajo, pero le fue negado por su condición de mujer, teniendo que “acomedirse” a cocinar y lavar ropa para ganarse un plato de comida que compartía con su hijo. Cuando la “contrata” terminó, todos alistaron sus cosas para el retorno pero ella se apartó, buscó y encontró trabajo en una casa donde la ocuparon en el cuidado de unos perros y como compañía de una demente.

“Petito”, que así se llamaba su hijo, sufría al ver el trato que se le daba a su madre, maltrato que la llevó a enfermarse. A pesar de su corta edad, una mañana, abordó al capataz de una hacienda y casi llorando le pidió que le diera trabajo para ayudar a su madre. El capataz lo miró profundamente como leyéndole el alma, y después de un carraspeo lo invitó a seguirle hasta unos corrales donde correteaban unas cabras con sus crías.

-Mira muchacho, te encargarás de dar algarroba y hierba a estos animales. Todos los días a las dos de la tarde, los soltarás, y ellos solos llegarán hasta la acequia donde beberán agua, luego los regresarás, y a las seis de la tarde empuñarás a todos los chivitos y los meterás en aquel corral para que, durante la noche, no le mamen a las madres- ordenó el moreno capataz-.

De esta manera “Petito” ingresó al mundo laboral, realizando sus trabajos en forma responsable por lo que en poco tiempo se ganó la confianza de sus patrones, los que día a día le iban encomendando nuevas tareas.
A pesar de lo duro de las faenas, el muchacho se daba tiempo para acudir, por las noches, a la iglesia y junto a otros muchachos integrar el coro de la parroquia donde era bien visto por el cura Misael que le fue tomando cariño por su comportamiento y por su voz dulce y delicada. Poco a poco las cosas de la iglesia lo fueron ganando, sobre todo las pláticas que tenía con el sacerdote, las que le dejaban muchas enseñanzas de la vida. Habiéndose ganado la confianza del cura, con mucha pena, le confesó que no sabía leer ni escribir y que le gustaría aprender. El sacerdote se ofreció a enseñarle y, con el interés que tenía “Petito”, en poco tiempo se benefició con este importante conocimiento, y en gratitud se quedó con él oficiando de sacristán y campanero, ganándose el aprecio de los feligreses; y el sacerdote puso bajo su control una chacra que un moribundo donara, bajo testamento, a la iglesia del pueblo.

La adolescencia presentaba a “Petito” como un muchacho trigueño, delgado, de facciones finas, de ojos negros y de nariz perfilada. Su delgadez se acentuaba por el uso de unos pantalones y camisa demasiado anchos que lo hacían ver un tanto desgarbado.

Con los conocimientos que tenía “Petito” sobre las labores agrarias y la crianza de ganado, pronto puso a producir la chacra generándole ingresos que compartía con la iglesia y utilizaba para, con sus propias manos, construirle una casa para su madre y hacerla atender de su enfermedad. Día a día el muchacho se metía al pueblo en su corazón y aprendió a quererlo como si fuese suyo, y supo repartir su tiempo entre la iglesia atendiendo misas, rezos y procesiones, y el campo, cuidando la chacra y la granja en donde daba trabajo no sólo a hombres sino a mujeres que necesitaban de algún ingreso para cubrir sus necesidades.

El caminar del tiempo convirtió a “Petito” en un personaje infaltable en la vida de la parroquia y del pueblo. Así como trataba con delicadeza a los ornamentos y vestimentas sagrados y contestaba la misa en un bien aprendido latín, sabía ser rudo en las faenas agrícolas, no rehuyendo al uso del arado, la lampa o el hacha cuando se trataba de cumplir con una meta. A punta de mirar siempre hacia delante fue dando a su madre bienestar y orgullo, la que le pagaba prodigándole mucho amor y ternura.

Pudiendo mejorar su aspecto personal, jamás “Petito” se dejó arrastrar por las modas sino que conservó aquella simple manera de vestir, la que sumada al trato afable que tenía con la gente, lo hacía muy singular. A pesar de que ya había pasado los veinte años de edad, su rostro y su cuerpo le daban una apariencia juvenil y su sonrisa, sus ademanes y su fina voz le regalaban un aire angelical; pero detrás de aquella fachada se escondía una persona decidida, dinámica, inteligente, valiente y de gran coraje.

Esto último lo puso de manifiesto una tarde que salió a pasear con unos amigos que siempre le estaban haciendo bromas y fanfarroneando, entre otras cosas, de ser muy “machos” y trompeadores. Entre risas y sarcasmos llegaron al río y al instante los amigos de “Petito” se arrojaron a las turbias y vertiginosas aguas exigiendo que éste los siguiera, sin obtener respuesta. Ante tal negativa, los amigos trataron a “Petito” de “gallina”, correlón, cobarde y otros adjetivos.

De pronto, de entre la gran cantidad de personas que se congregaban a orillas del río para proveerse de agua o para bañarse, fue arrastrado por la corriente un muchacho. Los amigos de “Petito” sólo atinaron a mirarse nerviosos y la gente se llenó de pánico y desesperación.

En cuestión de segundos “Petito” se arrojó a las aguas, con todo y ropa, y en un instante estuvo frente al muchacho que trataba de abrazarlo desesperadamente lo que impedía su rescate. En ese forcejeo, ambos fueron arrastrados por la corriente, mientras las palizadas les destruían sus ropas. Al fin, “Petito” pudo tomarlo por los cabellos y arrastrarlo con mucho esfuerzo hacía la orilla hasta donde llegaron exhaustos y con los cuerpos lacerados, mientras la gente corría río abajo temiendo lo peor, hasta que los encontraron tendidos de cara al cielo, con signos de vida pero maltrechos. Las ropas empapadas y hecha jirones dejaron al descubierto el cuerpo de “Petito”. Todos lo miraban absortos, llenos de asombro, queriendo encontrar una explicación a lo que estaban viendo: el cuerpo de “Petito” era el de una mujer.

Al recobrar el cabal conocimiento, “Petito” se sonrojó y la vergüenza le hizo cerrar los ojos y cubrirse el pecho con sus brazos. Alguien le alcanzó una manta y cubrió su semidesnudez, se puso de pie muy lentamente y sus pasos se enrumbaron hacia su casa seguido, en silencio, por la multitud. Ya en su casa, su madre, doña Julia, al darse cuenta de que su secreto se había descubierto explicó que había consentido en la actitud de su hija en vista de que los hombres tenían más facilidades que las mujeres para conseguir trabajo, para estudiar, o para abrirse paso en la vida.

Los presentes se conmovieron ante las palabras de la madre y unos sonoros aplausos se dejaron sentir en aquella tarde y las felicitaciones a la muchacha no se hicieron esperar por el acto heroico que había realizado.

La noticia de aquel hecho inundó el pueblo. Todos querían ver a este personaje para comprobar lo que se comentaba, ya que era muy difícil de creer.

Acostumbrada a hacer frente a todas las dificultades que le había puesto la vida, al día siguiente “Petito” dio la cara a su nueva realidad, y lo hizo vestida como lo que era: una mujer. Vestida así, presentaba una natural belleza y el rubor al presentarse ante la gente, que la miraba con curiosidad y asombro, le daban un aspecto de muchacha inocente.

Su nueva situación le hizo dejar las labores de sacristán y campanero, aunque el cura le permitió seguir en la administración de la chacra y de la granja, mientras que la gente le manifestaba una gran simpatía, respeto y admiración, y por lo bajo comentaban un tanto jocosamente con aquella generalizada expresión: Ya me parecía un tanto femenino o amanerado. Con razón, si era mujer.

Poco tiempo después, el amor tocó a su corazón y se unió en matrimonio a un buen hombre del pueblo y juntos formaron una familia respetable, con hijos a los que educaron con equidad, justicia y en la práctica de los valores humanos.

A pesar de la probada e innegable feminidad de “Petito”, la gente al referirse a ella lo hacía llamándole siempre “Petito”, el sacristán.

Morir de Pena


AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.




La hemiplejía que sufrió don Eudolio Sevedón tras la muerte de su esposa, lo hizo dependiente de otras personas. Uno de sus hijos lo llevó a su casa y junto a su esposa y sus hijos se encargaron de atenderlo. A pesar de sus setenta años pudo salir del estado depresivo en el que lo sumió la enfermedad y que, al principio, lo llevó a querer morirse. No concebía una vida atada a una cama o a un espacio limitado por cuatro paredes, pero el cariño y aliento dados por sus hijos y por sus nietos lo hicieron aferrarse a la esperanza de recuperar su salud. Entendió que este mal lo acompañaría hasta el día de su muerte, pero se supo acomodar a su realidad y adaptarse a su nueva vida.

Desde muy temprano, cada día, su hijo le ayudaba a asearse y lo llevaba hasta el comedor donde desayunaba y ahí permanecía entretenido en la lectura hasta la hora del almuerzo. Toda la tarde la pasaba en la sala hasta que, llegada la noche, era trasladado a su dormitorio donde con el preámbulo de sus pensamientos le llegaba el sueño. Aquella rutina hubiese acabado con la calma de cualquier persona, pero don Eudolio supo hacer de cada día una historia diferente.

A partir de las dos de la tarde don Eudolio era instalado en una mullida butaca en el centro de la sala, mirando hacia la puerta de la calle. Desde ahí veía cómo los rayos del sol se iban metiendo a la casa hasta que, alrededor de las cinco, llegaban hasta él calentando su semiparalizado cuerpo. Ese era el momento que más le agradaba porque sentía que este rojo sol le daba vida y le alegraba el corazón. Por eso, su hijo y sus nietos, que conocían aquello, procuraban tener las puertas abiertas de par en par.

Desde aquel rincón, don Eudolio veía pasar los días y soltaba sus pensamientos hacia lejanos tiempos, recuerdos que se reflejaban en su rostro mediante una sonrisa o un gesto de tristeza para luego trazar, con la mano que le había quedado útil, conmovedores versos sobre un cuadernillo que siempre tenía consigo.

El paisaje enmarcado por la puerta siempre abierta de aquella sala donde permanecía don Eudolio, estaba lleno de vida, de color y de movimiento. Ganados y pastores que bajaban hasta el río levantando polvareda y que se iban achicando hasta casi diluirse cuando llegaban al río que se veía correr como una dorada serpiente entre árboles y matorrales. El horizonte celeste, gris o carmesí -según la época - cruzado por aves en lento vuelo, era como el telón de fondo de aquel escenario que vivificaba a don Eudolio y lo dejaba con las ganas de llegar a un nuevo día para seguir admirando a la naturaleza. Habían momentos en que del paisaje se ausentaba el hombre, los pájaros y todo ser viviente, pero el panorama seguía dinámico por acción de la brisa que hacía mover graciosamente los sauces, chilcos y algarrobos en una danza interminable.

Los años que don Eudolio llevaba viviendo de cara a este paisaje no le cansaban porque cada día había algo nuevo en aquel bastidor natural lleno de vida y de color. No recordaba haber visto una puesta de sol igual a otra; todas eran diferentes porque cada día el sol se combinaba con las nubes, con las copas de los árboles y con el río, para regalar una hermosa policromía que eran los epílogos de cada día.
La pequeña pensión que don Eudolio recibía del Estado le cubría sus necesidades médicas y también para ser obsequioso con sus nietos que frecuentemente lo visitaban llenándolo de alegría con sus juegos, lo que no le daba lugar para pensar en su enfermedad.

El tiempo parecía no pasar por don Eudolio que mostraba cada vez un gran ánimo y una permanente alegría ante las atenciones de su familia y con la presencia de aquel hermoso paisaje al que no supo apreciar cuando sus facultades físicas eran completas y que luego, ya enfermo, lo hacía soñar y viajar imaginariamente a lugares a los que físicamente le sería imposible llegar.

Pero un día en que estaba en su acostumbrada contemplación, vio que frente a la puerta de su casa un grupo de hombres armaba bullicio abriendo zanjas y amontonando piedras y ladrillos.

En pocas semanas el espacio fue cubierto por una nueva casa que veló totalmente el lienzo donde la naturaleza plasmaba su belleza para regocijo de los ojos y el alma de don Eudolio, de cuyos labios no salió ningún comentario, sino que, de pronto, los años que había vivido al frente de aquel paisaje le cayeron encima, se le reflejaron en su cuerpo que se hizo débil, su cabello se tiñó de blanco, sus ojos se tornaron tristes, en su rostro se multiplicaron las arrugas y su voz se volvió quebrada y queda.

Días después, instalado don Eudolio en su butaca, sin dirigir una mirada hacia la puerta, empezó a escribir temblorosamente sobre su cuadernillo, mientras gruesas lágrimas rodaban por sus apergaminadas mejillas. De pronto, un dolor en el pecho lo hizo doblarse al mismo tiempo que de sus labios brotó un quejido.

Cuando entraron sus nietos y lo vieron en tan extraña e incómoda postura, se acercaron a él y comprobaron que estaba muerto y que apretaba sobre su pecho el cuadernillo en el que se podían leer estos versos:

¿Qué se hizo de la vida
que estaba frente a mis ojos,
que hoy tan sólo recojo
una tarde oscurecida?
Sin contar ya con la suerte
de mirar al sol y al cielo
sólo tengo de consuelo
que a mí me llegue la muer...

Sí, quizás la muerte fue para don Eudolio como una liberación al sufrimiento que le hubiese significado vivir enclaustrado, sin la presencia de la luz, del campo y de todo ese hermoso paisaje del que se adueñaba durante las tardes para dar rienda suelta a sus sueños, recuerdos y fantasías.

Isacc el Alfarero

AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.



La primera claridad del día era el aviso o la clarinada para que Isaac Flores ensillara su burra machorra y, montado en ella, se encaminara campo afuera en busca del mejor terrón, aquella arcilla limpia y libre de sal con la que elaboraba sus cántaros, ollas y tinajas, y de cuya venta mantenía a su numerosa familia. Cuando le tocaba recoger leña y chamizas para uso del rústico horno donde quemaba sus vasijas, sus caminatas duraban todo el día, pues tenía que desplazarse hasta los campos de Congorá y Cum, lugares muy alejados del pueblo.

Era habitual ver recortarse la silueta de Isaac Flores montado en su burra, seguida por su fiel perro “Jañape”, atravesando el seco y solitario tablazo en donde en época de invierno el frío era cortante y se calaba hasta los huesos. A ratos el compás de la caminata era roto por el perro que a gran velocidad salía en persecución de alguna iguana, zorro o lagartija, a las que mataba por puro instinto.
La vida de Isaac era dura tanto como el camino pedregoso que tenía que recorrer para proveerse de leña para alimentar su rústico horno, el que le otorgaba el diario sustento, el que muchas veces no conseguía, viéndose obligado a enviar a sus menores hijos a la calle a vender jaleas, natillas y butifarras que su mujer preparaba con esmerada pulcritud. El amor que le tenía a su familia le hacía desechar la idea que siempre se le fijaba en la mente, de salir del pueblo en busca de mejor suerte, conformándose con la sentencia que le había dado la vida.

Isaac miraba a sus hijos, cinco en total, y entonces le brotaba la desesperante preocupación al verlos crecer sin educación, condenados a ser como él: pobre y casi analfabeto. Por eso habían noches en que no podía conciliar el sueño pues su mente se ocupaba en pensar cómo labrarle un futuro a sus pequeños, a los que consideraba los “churres” más lindos y trabajadores del pueblo. Había noches que con los ojos abiertos en la oscuridad de su cuarto pasaba horas y horas pensando en el futuro de su familia; y así lo encontraba el madrugador canto de los gallos que lo obligaba a levantarse de su cama para iniciar una nueva faena.

Cargando con estas preocupaciones Isaac salió una mañana rumbo al campo en compañía de su piajena y de su perro. Ensimismado en sus pensamientos y cabeceándose a ratos, se dejó llevar por el capricho de su burra y luego de unas horas de caminar y caminar se dio cuenta que estaba en un paraje desconocido, una lugar al que nunca había visitado.

 Dejó de lado la sorpresa porque vio que en aquel lugar la arcilla estaba por doquier en enormes terrones, como invitándolo a llenar sus sacos con ese noble material. Lejos de apresurarse a tomar la arcilla que era de excelente calidad, se sentó a contemplar extasiado esa rica cantera, dejando pasar las horas mientras que sus dedos comprobaban la excelente calidad de la tierra.

Pasado el medio día, urgido por el hambre, bajó de su piajena las alforjas y con toda calma comió las caballas y camotes que había llevado como fiambre, mientas su burra mordisqueaba el pasto seco y “Jañape” corría tras los zorros que raudos se escondían en sus madrigueras. No queriendo ser burlado, el perro escarbaba y escarbaba sin ningún resultado. La sal de las caballas de inmediato despertó la sed del alfarero que optó por tomarse toda la chicha de jora que llevaba en la limeta.

A los pocos minutos la espirituosa bebida hizo mella en el cuerpo de Isaac quedándose completamente dormido a la sombra de un frondoso algarrobo. Su sueño era placentero, pues así se podía traducir por los fuertes ronquidos, los que se podían escuchar a gran distancia, pues las paredes de los cerros cercanos se encargaban de multiplicarlos en un eco interminable. Parecía que aquel hombre quería recuperar las horas de reposo que no había podido lograr en su casa.

Las horas se fueron sucediendo inexorablemente que parecía que el hombre iba a dormir eternamente, pero al morir la tarde el rebuzno de la piajena lo despertó, y, asustado al darse cuenta de lo avanzado de la hora, tomó la lampa y presuroso empezó a llenar los sacos con los terrones de arcilla.
-No importa haberme hecho tarde hoy día, pero esto se compensa con el material de primera calidad que estoy llevando- pensaba para sí Isaac, el alfarero.

De pronto la palana rebotó al estrellarse con algo duro que produjo un sonido sordo y hueco que fue la alarma que hizo que Isaac dejara de escarbar. A esa hora algunos güiscos rezagados volaban raudos hacia los cerros en busca de sus nidales, y las lechuzas, grillos y chicharras daban inicio a su concierto, mientras que la luna, flotando en un cielo limpio, empezaba a bañar con su plateada luz toda la geografía.

Cargado de curiosidad, el alfarero se puso de rodillas y lenta y cuidadosamente empezó a escarbar con sus propias manos, y en breves instantes sus ojos tropezaron con una caja de madera y cuero. La sorpresa lo dejó petrificado y un miedo recorrió su cuerpo, pero, sobreponiéndose a este impacto, liberó al baúl y tomando una piedra empezó a golpear el oxidado candado que cerraba aquella caja, haciéndolo volar de tanto golpe. Con manos temblorosas y con el corazón que le palpitaba aceleradamente levantó la tapa quedando al descubierto artefactos y monedas de oro y plata cuyo brillo se multiplicó al contacto con la luz de la luna. El resplandor de aquel tesoro iluminó el rostro sorprendido de aquel humilde hombre que jamás había visto tanta riqueza junta, por lo que creyó estar dentro de un bonito sueño. Isaac metió sus manos al baúl y el tintineo de las monedas lo convencieron que todo era realidad, que no era una fantasía producida, quizás, por la chicha que lo había dormido.

Repuesto de la sorpresa el alfarero cerró el baúl y miró hacia todos lados temiendo que alguien lo estuviese observando, pero los únicos testigos indiferentes eran su perro y su burra. Jaló a la piajena hasta el hoyo y con mucho esfuerzo levantó el pesado baúl sobre el lomo de ésta y dejando abandonados los sacos, las alforjas y la lampa, enrumbó hacia su casa donde su mujer “La Chela”, lo esperaba llena de preocupación y angustia por la desacostumbrada tardanza en su retorno.

Nadie vio llegar a Isaac, el alfarero, debido a lo avanzado de la noche; y ya dentro de su hogar, en su mismo dormitorio, alumbrado por la luz de un candil, mostró su hallazgo a su mujer, quien se tapó la boca con las manos para detener el grito de sorpresa que le salía del alma al contemplar tal maravilla.
Con palabras entrecortadas Isaac contó a su compañera todo lo sucedido y juntos se arrodillaron ante una ahumada estampa del Cautivo de Ayabaca que colgaba de la pared y rezaron en agradecimiento y lloraron de alegría.

Isaac había encontrado uno de los tantos tesoros que reposan en las entrañas de la tierra donde se levanta el pueblo de La Huaca, tesoros que, según cuentan los viejos habitantes de ese pueblo, existen ahí desde la época inca y desde cuando la invasión chilena, en mil ochocientos setenta y nueve, obligó a mucha gente a esconder sus joyas y dinero, incluyendo a la iglesia que ocultó bajo tierra las alhajas de santos y vírgenes para protegerlas del saqueo y la rapiña. Y es creencia general en dicho pueblo que las aguas del río Chira están habitadas por fuerzas poderosas las que siempre andan en busca de tesoros escondidos para arrastrarlos hacia el mar, el mismo que vive sediento por el oro y la plata de la tierra.

Una de las razones que tiene el pueblo para aferrarse a esta creencia es que en el año mil novecientos veinticinco las aguas del río amenazaron con llevarse la ciudad, pues arrasó tres de sus calles. La gente que fue testigo de este acontecimiento, cuenta que el río en su loca destrucción se llevaba las casas enteras y que del suelo emergían baúles, tinajas y barriles llenos de riquezas que se perdían en las turbias y agitadas aguas.

La casualidad hizo que Isaac se topara con uno de estos ocultos tesoros, por lo que de la noche a la mañana, como se dice, la vida del alfarero cambió por completo. Con el producto de la discreta venta, en otras ciudades, de algunas joyas y monedas, mandó a construir una bonita casa para vivir con su familia, pues jamás pasó por su mente la idea de dejar a su pueblo al que tanto quería. Sus hijos empezaron a asistir al colegio y él se preocupó por incrementar sus conocimientos artesanales en otros pueblos y modernizó y tecnificó su taller del cual empezaron a salir piezas de cerámica que eran verdaderas obras de arte.

Los comentarios ante tremendo cambio, como en todo pueblo pequeño, no se hicieron esperar. Unos dijeron que Isaac había hecho algunos negocios turbios que lo habían llenado de plata. Otros, aseguraron que había celebrado pacto con el demonio, pero esto último quedó desmentido ante su actitud de desprendimiento y bondad con los pobres de su pueblo y por el hecho de que cada año, en el mes de Octubre, salía en peregrinación hacia Ayabaca llevando su agradecimiento al milagroso Cristo Cautivo, Patrón de esa provincia serrana, en quien tanto confiaba y a quien atribuía el milagro de aquel hallazgo que le cambió la vida.

El maletín del diablo

AUTOR
Pablo Enrique Medina Sanginés.


Con el seudónimo “Don Goyo” la leyenda “El Maletín del
Diablo” ocupó el 3er. Puesto en el X Concurso de Cuentos y Leyendas (1999) convocado por Radio Cutivalú (Piura).
El deseo de que su hijo terminara la primaria llevó a doña Mariana Sosa a trasladarse de Viviate, su pueblo natal, a La Huaca, lugar distante cuatro kilómetros. Si esto se hubiese presentando en los tiempos actuales no hubiese sido necesario el traslado porque en aquel pueblo ya existe la primaria completa. Por aquellos años de la década de mil novecientos sesenta, ya había desaparecido el ferrocarril y aún no se construía la carretera Sullana-Paita, y por lo tanto, esos cuatro kilómetros llenos de arbustos y matorrales que tenía que franquear cuatro veces al día Federico, su hijo, significaban para éste un gran peligro y para ella una tremenda preocupación.
No fue difícil para doña Mariana Sosa conseguir el alquiler de una casa ya que en su búsqueda se topó con una que mucho le agradó y de inmediato le fue concedida, lo que le causó cierta extrañeza. Era ésta una casa antigua con enormes puertas y labradas ventanas, sus pisos eran de mosaicos que formaban figuras geométricas agradables a la vista, sus cuartos espaciosos y ventiladas invitaban al descanso, desperdigados y llenos de polvo y telarañas había algunos muebles antiguos, entre ellos, estantes, sillas de mimbre y una hermosa y fina mecedora.
Los encargados de las llaves de aquella casa, queriendo tal vez descargar su conciencia, le contaron a doña Mariana que ese inmueble había tenido muchos inquilinos pero que ninguno había permanecido en ella más de una semana porque - según se decía- ahí sucedían cosas muy extrañas desde la muerte de su propietario de quien se decía tenía un pacto con el demonio.
Doña Mariana Sosa, mujer de carácter fuerte, hecha para la lucha, hizo caso omiso a las advertencias y se instaló en aquella casa que tanto le había gustado.
Pasaron los días, las semanas y los meses, y doña Mariana y Federico fueron haciendo amigos y llevando una normal vida social, con el único inconveniente de que sus amistades no los visitaban; pero eso los tenía sin cuidado, pues siempre habían vivido solos.
Madre e hijo vivían tranquilos en su nueva casa hasta que un día, a la media noche en que Mariana se disponía a meterse en su cama, escuchó como que alguien o algo movía la mecedora. Creyendo que era el gato se desatendió por un momento, pero ya en su cama al reparar que la mecedora seguía crujiendo como soportando un peso mayor al de una gato, optó por levantarse. Al abrir la puerta del cuarto pudo ver que en el comedor un hombre, de espaldas, sentado en la mecedora, se balanceaba rítmicamente; y sobre el piso, a sus pies, reposaba un negro maletín como aquellos que usaban los médicos. El pecho se le agitó a la mujer e incrédula se restregó los ojos, instantes que sirvieron para que la figura desapareciera y sólo quedara meciéndose el viejo mueble. Su instinto maternal la condujo hacia la cama donde dormía su hijo y lo abrazó como protegiéndolo.
Luego todo fue silencio, escuchándose solamente el rápido latir de su corazón y la suave respiración de su hijo, hasta que la luz del nuevo día trajo el sonido de la vida.
Nada de lo sucedido le contó a su hijo, pero lo primero que hizo al levantarse fue tomar la mecedora y arrojarla al corral, junto a un sinnúmero de vejestorios.
Los días fueron pasando y ya cuando Mariana había por completo recobrado la calma, nuevamente, una noche, el sonido de la mecedora le remeció los sentidos. Sigilosamente abrió la puerta de su cuarto encontrándose con la misma escena de la vez anterior. Ahí estaba aquel hombre dándole la espalda, sentado en la vieja mecedora.
-Esto no puede ser realidad- se dijo Mariana quien dominando su miedo, lentamente se fue acercando al hombre que no dejaba de mecerse junto al negro maletín. Reparó que vestía un frac negro que contrastaba con la blanca piel de su cuello. El brazo de Mariana se levantó con dirección al hombro del misterioso personaje y cuando ya casi lo tocaba, éste se esfumó, quedando sólo la mecedora en un hipnótico vaivén. A esta aparición le siguieron otras; siempre en el mismo lugar y a la misma hora, que hicieron que Mariana perdiera el miedo y se acostumbrara a aquellas extrañas y periódicas visitas. Cuantas veces guardó la mecedora, otras tantas fue inexplicablemente devuelta al comedor, lugar donde el misterioso visitante solía mecerse. Aunque muchas veces tuvo la curiosidad de verle el rostro, prefirió quedarse en su cama con la tranquilidad que le daba el saber que en pocos minutos dejaría de crujir la mecedora y podría dormir profundamente.
La gente del pueblo se mostraba sorprendida ante el hecho de que doña Mariana Sosa y su hijo permanecieran tanto tiempo ya en aquella casa, por lo que la abordaban para preguntarle si no la habían asustando a lo que, sonriente, respondía con un no.
El tiempo fue pasando y doña Mariana vivía muy feliz e indiferente ante aquel fenómeno. Su hijo creció y se alejó de su lado para ir a la capital a estudiar a la Universidad, dejándola sola en aquella casona. Quedarse sola no le inquietó en lo mínimo a pesar de que aquellas extrañas visitas se repetían constantemente.
Una mañana, mientras hacía limpieza, doña Mariana reparó que una loseta del piso del comedor se había hundido. Trató de nivelarla pero cuando escarbaba para hacer un relleno, sus manos tropezaron con algo blando. Con cierto temor tomó aquel objeto sacándolo a la superficie y al ver lo que era, sus manos lo soltaron como si sobre ellas había caído una descarga eléctrica. Aquel objeto era el negro maletín que había visto siempre a los pies de la aparición.
La sorpresa paralizó por un instante a doña Mariana la que luego muy lentamente, con el rostro bañado en sudor, se acercó al misterioso maletín y con manos temblorosas logró abrirlo. Un áspero olor inundó el ambiente quedando a la vista una gran cantidad de papeles. La mujer los fue tomando uno a uno y sus ojos fueron recorriendo lo escrito en ellos.
Esos papeles que el tiempo había vuelto amarillentos contenían pactos escritos y firmados por gente del pueblo que había fallecido hacía mucho tiempo atrás. El raro color de la tinta y el olor que emanaban, le hicieron sospechar a la mujer que la escritura había sido hecha con sangre ante el propio Satanás.
El miedo inicial de Mariana se convirtió primero en asco y luego en rabia, por lo que dirigiéndose a su cuarto llenó un vaso con agua bendita y la arrojó sobre los papeles, los que al contacto con el sagrado líquido recobraron su blancura, mientras extraños ruidos y un fétido olor invadieron la casa. Luego tomó el maletín y los papeles y los arrojó al fuego de la cocina convirtiéndolos en cenizas.
Con la incineración del maletín y los papeles, desaparecieron las visitas de aquel personaje extraño, y en lo más hondo de Mariana quedó la impresión de que con la destrucción de aquel hallazgo había liberado a muchas almas que por el afán de calmar ambiciones terrenales habían caído en la tentación de pactar con el mismo diablo.
Doña Mariana Sosa vivió mucho tiempo y sus años otoñales los vivió gozando de la presencia de los nietos que Federico le dio, a quienes solía contar hermosas historias sentada en la vieja mecedora, aquella que un día le hizo perder la tranquilidad.

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